Homilía del Sr. Obispo en la ordenación de diáconos de César y Felipe

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Queridos sacerdotes concelebrantes, padres, hermanos y demás familiares, formadores y profesores del Seminario, seminaristas, amigos de los ordenandos, fieles todos; un saludo muy especial para vosotros, César y Felipe que en seguida recibiréis el diaconado.

Hoy la Iglesia comienza a invocar al Señor que viene, rezando las así llamadas “antífonas mayores” que expresan del mejor de los modos el intenso anhelo con el que la Iglesia espera y se dispone a celebrar las fiestas de Navidad. Hoy, con la primera de dichas antífonas, invocamos la venida del Redentor contemplándolo como la “eterna Sabiduría de Dios”, el Logos divino, por el que fueron hechas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles e invisibles. Todo ha sido hecho por la Sabiduría divina, todo lo gobierna con su providencia amorosa, con su poder, fuerte y suave a la vez. La Iglesia, con una sola voz, se dirige a la divina Sabiduría y pide que le muestre el camino de la salvación, consciente de que, si nos dejamos guiar por ella, llegaremos al final del camino que nos conduce a la gloria. Si nos falta esa Sabiduría, si desoímos su magisterio, si no le prestamos oídos, extraviaremos, con certeza, el camino.

En el contexto alegre del Adviento que ya vislumbra su final, la Iglesia diocesana se regocija una vez más porque el Señor le regala dos nuevos diáconos, y da gracias por este don, consciente de su valor, a la vez que encomienda a quienes van a recibir este primer grado del sacerdocio de Cristo, y pide nuevas vocaciones, jóvenes que respondan con generosidad y valentía si el Señor los llama; que no miren para otro lado; que no se echen atrás ni se escondan.

El diaconado es el primer grado del sacramento del Orden. Los nuevos diáconos pasan a formar parte de la “jerarquía” de la Iglesia en su grado inferior. Por la imposición de las manos y la oración consecratoria participan de una manera especial de la misión y de la gracia de Cristo. Son consagrados “no para el sacerdocio sino para el ministerio” (Lumen Gentium, 29). En la Ordenación de los diáconos solo el Obispo impone las manos sobre la cabeza de los candidatos, significando así que el diácono está especialmente vinculado con él en las tareas del servicio. Por la imposición de las manos y la oración quedan marcados con un “sello” indeleble, el carácter lo llama la Teología, que los configura o conforma con Cristo, que vino a la tierra no para ser servido sino para ser siervo de todos, característica sobresaliente del sacerdocio de Cristo.

Queridos ordenandos, los ritos que acompañan la imposición de las manos con la oración consecratoria manifiestan aspectos o facetas diversas de la gracia que se os concede en este sacramento. En primer lugar, sois presentados a la comunidad cristiana y se pide al Obispo que os ordene diáconos. Después, el Obispo se asegura de que conocéis los compromisos que adqurís con el diaconado y se cerciora de que los contraéis con plena libertad: el compromiso de consagraros, de entregaros al servicio de la Iglesia y de vivir para él; de desempeñar con humildad y amor el  ministerio que vais a recibir; de esforzaros por vivir el misterio de la fe y de anunciarla; de vivir el celibato “por causa del Reino de los cielos y para servicio de Dios y de los hombres”; de acrecentar el espíritu de oración; de celebrar la Liturgia de las Horas; de imitar siempre el ejemplo de Cristo. Promesas que son empeños de amor que voluntaria y alegremente formuláis, y que sabéis son fuente de alegría, no imposiciones, obligaciones que agobian y atosigan, “cargas o fardos” que uno se ve obligado a asumir.

Inmediatamente después de las promesas, rezaremos las Letanías de los Santos invocando su ayuda, para que podáis observar fielmente vuestros compromisos.

A continuación, el Obispo impondrá las manos sobre vuestras cabezas pidiendo que el Espíritu Santo descienda sobre vosotros con sus siete dones, para que podáis desempeñar con fidelidad el ministerio. Lo desempeñaréis, como sigue diciendo la oración consecratoria si resplandece, si brilla, si destaca  en vosotros un estilo de vida evangélica; un amor sincero, auténtico, que se concreta en obras; si mostráis solicitud por pobres y enfermos, si cuidáis de ellos con amabilidad y atención; si ejercéis vuestra autoridad con discreción, con la conciencia clara que se os da para el bien de los hermanos no para la autoafirmación ni el dominio sobre los demás; si el ejemplo de vuestra vida suscita la imitación del pueblo cristiano y lo mueve en el camino de la santidad.

Después, se os impondrá la estola cruzada sobre el pecho y se os revestirá con la dalmática, vestidura propia del diácono que manifiesta el cambio operado en él por el sacramento. Finalmente, el Obispo os hará entrega del libro de los Evangelios con unas bellas palabras, cuya observancia requerirán de vosotros empeño, esfuerzo y compromiso. En efecto, al haceros entrega de los Evangelios, el Obispo os exhortará a convertir en fe viva lo que leéis, a enseñar lo que se ha hecho fe viva en vosotros y a cumplir lo enseñado.

El ministerio de la predicación de la Palabra y la Eucaristía están en el centro de vuestro servicio eclesial. Os invito, queridos Felipe y César, a servir la Palabra, viva en sí misma y viva en vosotros. Si la acogéis primero en vosotros y la convertís en vida vuestra, podréis servirla a los demás. De lo contrario, el anuncio será frío, desangelado y, de algún modo, hará perder fuerza y vigor a la Palabra. Os invito, por eso a meditarla con un tiempo dedicada a ello y a no abandonarlo o descuidarlo nunca; a leerla y escucharla con piedad cada día como fuente de vida; a dejaros enseñar, interrogar, por ella. Sin el agua viva de la Palabra todo se seca, se agosta. Servir la Palabra comporta la convicción de que es palabra de Dios, no palabra, parecer u opinión nuestra. Servid la Palabra de Dios, así vuestra enseñanza tendrá autoridad.

Sois también servidores de la Eucaristía, asistís al Obispo en su celebración, la distribuís como ministros ordinarios de la misma. Avivad la conciencia de que la Eucaristía es el sacramento de la entrega total de Jesucristo para la salvación de los hombres. Que el contacto con este sacramento os mueva a la generosidad en el servicio, a buscar el interés del pueblo de Dios y no el propio, a renovar cada día el afán de entrega.

La elección de los primeros diáconos tuvo su razón en el “servicio de las mesas”, el servicio a los pobres, a los más necesitados. Fue expresión de la solicitud de la Iglesia por quienes necesitan ayuda. No olvidéis, pues, que el servicio a los pobres está en el corazón mismo de vuestro ser y ministerio.

El señor cerca está, Él viene con la paz, cantamos estos días. Viene para hacerse uno como nosotros, menos en el pecado. Verdadero hombre a la vez que verdadero Dios. No puede hacerse más cercano, ni puede hacer más para excluir cualquier temor para con El, ni puede ser más manifiesto el infinito amor con que nos ama. El Evangelio nos narra la genealogía de Jesús desde Abrahán -que ve cumplida en el hijo de María la promesa que Dios le hizo-, hasta José que sirve fielmente al querer de Dios. Una genealogía que nos enseña que la salvación tiene una historia, que en esa historia está presente el pecado de los hombres, que Dios cuenta con nuestra debilidad, que sabe esperar.

Queridos ordenandos, con toda la Iglesia pido para vosotros lo que imploramos hoy en la oración después de la comunión: que “inflamados por el fuego del Espíritu de Dios, resplandezcáis delante de Cristo que se acerca, como luminarias de su gloria”. Es el mejor regalo que podéis recibir este día feliz para vosotros, vuestros familiares y toda la Iglesia. Así lo pedimos por intercesión de la Santa Madre de Dios. Amén.

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