Queridos diocesanos:
Han pasado ya algunos días desde el momento en QUE el Cardenal Protodiácono, desde el balcón central de la fachada principal de la basílica de San Pedro, llamado “de las bendiciones”, anunció al orbe católico y a todo el mundo la alegre noticia de que la Iglesia tenía un nuevo Papa. Su nombre: Roberto Francisco Prevost, estadounidense, hasta ese momento Prefecto del Dicasterio para los Obispos, encargado de ayudar al Papa en lo relativo, entre otras cosas, al nombramiento y ministerio de los Obispos de buena parte del mundo.
En pocas horas se contaba ya con una amplia información sobre su persona, orígenes, estudios, curriculum pastoral, etc. Contábamos, sobre todo, con la imagen de una persona conmovida, sonriente, de gestos y actitudes sencillas, naturales, auténticas, que contemplaba con afecto la multitud que lo aclamaba como Papa y vitoreaba el nombre que, como sucesor de San Pedro, había elegido: León XIV. Pienso que ya en esa primera aparición en público se ganó las simpatías de todos los presentes y de cuantos seguíamos el acto por la televisión y demás medios de comunicación.
Sus primeras palabras fueron sencillas, esenciales diría, pronunciadas con fuerza y convicción. Comenzó deseando a todos la paz de Cristo, príncipe de la paz. Siguieron palabras que nacían de la arraigada persuasión de que “Dios ama a todos”, de que “nos quiere mucho”, y transmitían su firme convencimiento de que “el mal no prevalecerá”, avivando así la confianza en Dios y abriendo a la esperanza el futuro de los hombres, tan necesitado de profetas y constructores de esperanza. Nos ofreció entonces lo que podría constituir el núcleo de sus grandes intenciones y objetivos como Papa: construir puentes, mediante el encuentro y el diálogo, para ser un solo pueblo; caminar juntos buscando la paz y la justicia; trabajar, fieles a Jesucristo, para proclamar el Evangelio y para ser misioneros. Favorecer, pues, la comunión entre todos, en la búsqueda de la paz y la justicia -dos de los grandes bienes de que tiene necesidad nuestro mundo- y, en fidelidad a Jesucristo, anunciar a todos el Evangelio. Un programa que, a buen seguro, encontrará acuerdo entre los fieles cristianos y los hombres de buena voluntad.
En el discurso que dirigió León XIV al Colegio Cardenalicio al día siguiente de su elección como Papa, recordó a su predecesor Francisco y exhortó a recoger su “valiosa herencia”, animando a la vez a todos a retomar el camino, animados por la esperanza. Una esperanza, decía el Papa, que tiene su origen y causa en la fe en Cristo resucitado, “presente en medio de nosotros”, quien protege y guía a la Iglesia y sigue reavivándola en la esperanza, a través del amor, que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (…) A nosotros nos toca, proseguía, ser dóciles oyentes de su voz y ministros fieles de sus designios de salvación, recordando que Dios ama comunicarse”. El Papa añadía después unas palabras que, en su brevedad, pueden resultar programáticas. “Este es el encuentro importante (se refería al encuentro con Dios), que no hay que perder, y hacia el cual hay que educar y acompañar a todo el santo Pueblo de Dios que nos ha sido confiado”. Nada nuevo, en realidad; pero esas palabras ofrecen con claridad el marco, con sus subrayados y acentos, en el que va a moverse el pontificado de Papa León XIV.
Con toda la Iglesia pedimos que el Señor lo conserve, lo llene de vida, lo haga feliz en la tierra y no lo deje nunca en manos de los enemigos de Dios.
¡Feliz Domingo a todos!
