Queridos diocesanos:
El pasado martes, 18 de enero, daba inicio la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que culminará con la fiesta de la conversión de San Pablo el próximo día 25. Todos somos invitados a intensificar nuestra oración de petición a Dios Nuestro Señor por esa intención, dando continuidad a la que, en la última Cena, elevó Jesucristo a su Padre celestial. Jesús estaba a punto de iniciar su “pascua”, su paso de este mundo al Padre, y rezó intensamente pidiendo la unidad de los suyos: “Padre Santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11). Y poco más adelante, su petición se amplió, abrazando a todos los que creerían en él a lo largo de los siglos: “No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en ti, por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tu Padre en mí, y yo en ti” (ibídem 17, 21). Y es que la unidad entre los discípulos es fruto de la comunión en la Vida de Cristo; unidad tanto más fuerte, cuanto más íntima es la unión con él, vid en la que se injertan los sarmientos que reciben de ella vida y alimento. Unidad que se mantiene y fortalece en la medida en que observamos sus mandamientos -su mandamiento como dice Jesús-: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (ibídem,15, 12).
Si, como dice San Pablo a los Colosenses, “el amor es el vínculo de la unidad perfecta” (3, 14) -un amor que se hace compasión, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia y perdón-; encontrará sus enemigos irreconciliables el cualquier género de discordia, envidia, cólera, ambición, disensión, rivalidades… (cfr. Gal 5, Col 3, 12-13). De ahí la insistencia de la Iglesia en la conversión como primer requisito para la paz y la unión entre los hombres, los pueblos, las confesiones religiosas, las Iglesias cristianas. Así lo afirma solemnemente el Concilio Vaticano II al decir que: “el auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior” (Dec. Unitatis redintegratio, 7). Esta convicción, según el Concilio, lleva a recordar a “todos los fieles que tanto más promoverán e incluso practicarán la unión de los cristianos cuanto mayor sea su esfuerzo por vivir una vida más pura según el Evangelio. Porque cuanto más más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, más íntimamente y más fácilmente podrán aumentar la mutua hermandad” (ibídem), mayor será el vigor de los lazos que nos unen, más vivo el deseo de la unidad y más cercana la meta de la unión.
El lema que preside esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos: “Hemos visto brillar su estrella y venimos a dorarlo”, yqu pone de relieve que esa unidad es posible solo a los pies de Cristo, en actitud de adoración que confiesa en el Niño al Hijo eterno de Dios y al Maestro y Pastor de nuestras almas. Solo después de adorar al Niño, se vuelven los Pastores dando gloria y alabanza a Dios. Y los Reyes Magos, tras postrarse ante él, regresan a su tierra llenos de inmensa alegría. De Belén al mundo, podríamos decir; de la adoración y confesión de Jesús como Dios y hombre verdadero, a la evangelización, marcada por el ímpetu del Espíritu, que esparce la semilla de la Buena Nueva por toda la tierra. Si “el avance de la descristianización de Europa inquieta la conciencia de las Iglesias y Comunidades eclesiales”, como dicen los Obispos españoles en su Mensaje, se hace aún más necesario recomenzar desde la profesión de fe en Jesucristo, firme, decidida, misionera, de cada cristiano. Unidad de fe, comunión de amor entre todos los cristianos, “para que el mundo crea” (Jn 17, 21).
Eso pedimos al Señor confiadamente en esta Semana de Oración, en comunión con todos aquellos que confiesan a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación y la de todo el género humano.