Homilía del Sr. Obispo en la Vigilia Pascual

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Queridos hermanos:

La Iglesia, despierta y en oración en estas horas nocturnas que preceden al estallido de luz y de júbilo por la Resurrección del Señor, permanece a la espera de que resuene en todo el mundo el canto del alleluia. Es el acontecimiento central de la historia humana, el momento de la intervención decisiva de Dios en favor de los hombres. Se consuma la obra de la Redención por la que los hombres somos readmitidos en nuestra primigenia condición, quedamos libres del pecado y se nos abre el acceso a la Jerusalén celestial. En seguida, en el pregón pascual, cantaremos al Señor porque en esta noche santa Cristo, “rotas las cadenas de la muerte, asciende victorioso del abismo”, y los que creemos en Él“somos arrancados de los vicios del mundo y de la obscuridad del pecado, somos restituidos a la gracia y agregados a los santos”. ¡Noche santa, noche de gracia, noche dichosa!

La liturgia que celebramos ha comenzado con el rito del “lucernario”, la bendición del fuego y la preparación del cirio: el rito de la luz. La creación comienza con el mandato divino: “¡que exista la luz!”, que todo se llene de Dios, que el mundo refleje, aunque sea palidísimamente la luz divina, la luz del Verbo de Dios, Luz de Luz, por el que todas las cosas fueron hechas. En la Sagrada Escritura, la luz es la imagen más inmediata de Dios; donde hay luz hay vida. Así se dice que Dios “habita una luz inaccesible” (1Tim 6, 16), está revestido de belleza y majestad, “la luz lo envuelve como un manto” (Sal 104, 2). Recordemos la escena del monte Tabor. Con este rito de la luz y el fuego nuevo inicia la Iglesia su noche en vela. Con este rito nos sitúa ante una nueva creación o recreación. En la Resurrección de Cristose realiza aun con mayor plenitud y de manera más sublime un nuevo principio de todas las cosas. El sepulcro, la tiniebla no puede sofocar la luz. Cristo vence la muerte, se alza del sepulcro y la luz de la Resurrección inunda el mundo: “Yo soy la luz”, y el que anda en la luz no camina en tinieblas; se ilumina la vida de los hombres, la historia de la humanidad es una historia de gracia que alcanza su plenitud en esa noche santa. A la luz de Cristo se revela el verdadero ser de las cosas, la verdad de nuestra existencia y de nuestras acciones, de nuestro presente y de nuestro futuro. ¡Luz de Cristo! Demos gracias a Dios, porque “el pueblo que caminaba en tinieblas, como dice Isaías, vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló” (9, 1).

Una vez encendido el Cirio pascual, mientras se abre paso entre las sombras en que está sumido el templo, los cristianos toman luz de esa luz. De manera que pueden ver y a la vez ayudar a que otros vean por dónde y cómo deben caminar. “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14). Y esa luz, como el Cirio del que se enciende, debe ser visible, puesta en lo alto; no se la puede egoístamente ocultar, porque el mundo quedaría sin luz, sumido en la tiniebla. Cristo es en efecto, la luz del mundo, la luz que permite conocer la verdad última, la que verdaderamente cuenta. Nosotros la recibimos como don y tenemos la tarea de reflejarla en el mundo.  ¿Son luminosas nuestras vidas?¿reflejan de la luz de Cristo? ¿o, más bien, la ocultan, la obscurecen? En la liturgia bautismal se vuelven a encender las velas; se entrega al padre o padrino, que hace las veces del niño, la luz de Cristo con la que es iluminado y debe iluminar el mundo. En un momento de su historia, la Iglesia denominaba el sacramento del Bautismo como “fotismos”, sacramento de la iluminación, de la comunicación de la luz de la Resurrección. La criatura que bautizaremos será introducida en la luz de Dios: ¡hágase la luz! ¡Sé luz!, ¡vive como hijo de la luz! Lo recordará el apóstol a los tesalonicenses: “porquetodos sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no nos entreguemos al sueño como los demás (como las vírgenes necias), sino estemos en vela y vivamos sobriamente” (1Tes 5, 5-6). De ahí la exhortación de Pablo a brillar como lumbreras en medio de una generación perversa y depravada (cfr. Fil 2, 15).

Hemos escuchado en las lecturas de la Sagrada Escritura como Dios fue preparando a su pueblo ya la humanidad entera para esta noche santa. La historia de los hombres tiene como principio la creación que se relata en el libro del Génesis, y como fin la Resurrección del Señor, misterio de muerte y de vida que triunfa sobre ella; la historia de cada uno como cristiano inicia con el Bautismo por el que participamos en la muerte y la vida de Cristo, somos hechos hijos de Dios y comenzamos a formar parte de su cuerpo santo que es la Iglesia. El misterio se anuncia en la segunda lectura, el sacrificio de Isaac, cuya vida no se reserva Abrahán en un gesto de rendida obediencia a Yahwéh. Hemos escuchado la narración de la liberación de los hijos de Israel de la esclavitud de Egipto, y se nos ha recordado la paciencia de Dios que perdona una y otra vez a su pueblo, el pueblo elegido, pueblo en el que había de nacer el hijo de la promesa, el Mesías redentor. Se nos ha anunciado así al Padre de Nuestro Señor Jesucristo, rico en misericordia, que entrega a su propio Hijo a la muerte como gesto definitivo de perdón. La lectura del profeta Baruc anuncia, a su vez, a aquel que nos enseñará lo que agrada al Señor; y con Ezequiel se nos promete un corazón nuevo y un agua purificadora. Este es el progresivo desvelamiento de los planes de Dios par la humanidad, que alcanzan en Cristo plena realización.  Así lo afirma el Apóstol Pedro en sus primeras predicaciones en Jerusalén: “Dios cumplió de esta manera lo que había predicho por sus profetas”.

Y así hemos llegado a la proclamación del Evangelio en el que hemos escuchado de nuevo las palabras que el ángel dice a las mujeres que han ido al sepulcro: ¿Buscáis a Jesús? No está aquí. Ha resucitado. Decid a sus discípulos y a Pedro que vayan a Galilea. ¡Allí lo veréis, como os dijo! Allí recibirá la Iglesia naciente la misión, razón de su existencia: hacer que la Redención del Señor llegue a los hombres de todos los tiempos y lugares.

Continuemos nuestra celebración, renovados en nuestra fe, fortalecidos en nuestra esperanza, encendidos en el amor que Dios nos ha mostrado. ¡Cristo vive! ¡Alleluia!

FOTOGRAFÍAS: Catedral de Cuenca

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