Homilía del Sr. Obispo en el Septenario de la Virgen de Tejeda, 21 de septiembre de 2025

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Nuevamente, siguiendo una tradición muy querida por las gentes de este antiguo marquesado de Moya, muy sentida también por las de poblaciones más o cercanas al mismo, nos reunimos a los pies de la Virgen de Tejeda, para renovar nuestra devoción a la Madre de Dios en esta venerable advocación, implorar su protección para el próximo septenario que se celebrará en 2028, D.m., poner bajo su manto toda la comarca y dar nuevo vigor a la comunión de estos hijos suyos que se enorgullecen de su pasado y quieren que su presente y futuro no desmerezca en lo posible de su historia.

Las lecturas que nos propone la liturgia en este domingo y que hemos escuchado hace un momento, nos enseñan lecciones fundamentales de vida. Las obras, buenas o malas, que hacemos nos acompañan siempre. Refiriéndose de manera directa a quienes obran el mal invitándoles a un cambio radical de vida, dice el Señor: “No olvidaré jamás ninguna de sus acciones”. No se le pasan por alto a Dios las acciones de quienes pisotean al pobre y eliminan a los humildes del país, quienes pretenden comprar al indigente por plata y al pobre por un par de sandalias, menospreciando así su dignidad.

No debe olvidarlo quien hace el mal. Tampoco quien lo sufre, sabedor de que el Señor no olvida las afrentas que han padecido, y como juez justo da a cada uno lo suyo, conjugando misericordia y justicia, en un ejercicio, difícil para nosotros, pero no para Dios.

La segunda lectura nos habla de que el cristiano debe tener un corazón ancho, magnánimo, generoso, en el que deben caber todos los hombres. Si los ama Dios, como una madre ama a todos sus hijos, esa misma actitud es la que debe imitar quien se honra con el título de cristiano. Hemos de pedir por todos, nadie puede quedar excluido de nuestra oración, y de lo más básico del amor que es el respeto. No sé cómo podríamos hacer de otro modo siendo así que Dios quiere que todos los hombres de salven, es decir quiere el bien para todos, y de hecho entregó a su Hijo hecho hombre, Jesucristo, Señor nuestro, en rescate por todos. Y concluye el Apóstol: Quiero, pues, que los hombres oren en todo momento, alzando sus manos limpias, sin ira ni divisiones.

El Evangelio es rotundo en su afirmación, sin dejar lugar a dudas. No se puede hacer marrullerías con las cosas serias. No se puede servir a dos Señores. La razón es clara: si se quiere servir a dos señores, si se quiere tener encendida una vela a Dios y otra al diablo; si no se quiere a uno solo, si se quiere complacer a los dos, pronto sus órdenes, sus pretensiones entrarán en conflicto y se terminará por no servir ni a uno ni a otro. Es como cuando se quiere tener contentos a todos; uno sabe que eso es imposible.

Hay que tener contenta la propia conciencia que se esfuerza por seguir los dictados de su recta razón, los dictados de Dios que habla en lo profundo de ella. Si la conciencia no es recta, si se busca quedar bien con los demás y no con mismo, es decir, con Dios, se termina ineludiblemente quedando mal con todo el mundo.

Es una permanente tentación, pero no se puede seguir a Jesucristo a nuestro modo, a nuestro gusto, buscando complacer a todos en aquello en que no es posible. Se termina, repito, traicionando a todos.

No se puede servir a Dios y al dinero. El dinero no puede ser señor de nuestras vidas. Pero no son pocos los que lo buscan con ansia, con afán excesivo, los que lo codician, es decir quienes lo poner por encima del propio honor, de la familia, de los amigos, de la verdad. Hay que elegir, aunque después no seamos siempre coherentes con la elección hecha. Pero hay que elegir a quien se enciende la vela. Hasta humanamente nos resulta desagradable quien quiere jugar con una doble baraja y pretende ganar siempre, aun a costa de hacerse trampas a sí mismo.

Le pedimos a la Virgen de Tejeda que nos conceda amar la coherencia de vida, la sinceridad, la autenticidad. Que nos alcance la convicción de que no es aceptable, ni como cristianos ni como personas, jugar con Dios, confesarlo como Señor, para excluirlo enseguida de los ámbitos fundamentales de la propia vida. No se puede querer ser su discípulo y conformar nuestra existencia según modelos e ideales extraños a la voluntad divina.

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