Querido hermanos:
¡Venid adoradores, adoremos a Cristo Redentor! ¡Queremos que en el centro de la vida reine sobre las cosassu ardiente caridad. Cristo en todas las almas y en el mundo la paz! Así cantaremos en seguida al Señor sacramentado. Hoy el pueblo cristiano adora con fe profunda este Santísimo Sacramento, da gracias desde lo más íntimo del corazón y pide humildemente perdón por tantas ofensas, olvidos, indiferencias y menosprecios. Jesús Eucaristía nos recuerda que es alimento, comida y bebida, necesaria para el camino, para el paso por esta tierra camino del cielo. Pan de los ángeles, porque es santo; pero Pan para los hombres hambrientos y necesitados. Sin Él la fe muere y la vida cristiana desfallece.
La solemnidad de Corpus Christi está seguramente entre las fiestas del calendario litúrgico más bellas y más amadas por el pueblo cristiano. Fue instituida por Urbano IV pasada la mitad del siglo XIII a raíz de los milagros eucarísticos que por aquellos años se produjeron. En Carboneras conservamos la preciosa reliquia de uno de ellos, el que tuvo lugar en la batalla entre cristianos y musulmanes cerca de Luchente, cuando, interrumpida la Misa previa a la batalla y escondidas bajo una piedra unas Formas consagradas envueltas en los corporales, fueron encontradas después pegadas a ellos y ensangrentadas, manchas de sangre que quedaron también en la hijuela o palia. Esta santa hijuela es la que Dña. Beatriz de Bobadilla, mujer de Andrés de Cabrera, marques de Moya, dejó en custodia a los PP. Dominicos del recién fundado convento de Carboneras, en cuya parroquia se conserva.
Cada vez que se celebra la Sagrada Eucaristía, tras la Consagración se reza o canta la aclamación que inicia con las palabras del sacerdote: “Este es el sacramento de nuestra fe”, según las cuales, la fe cristiana se resume en la Eucaristía: el Hijo eterno de Dios, enviado por el Padre, toma nuestra naturaleza humana y se ofrece a sí mismo en sacrificio de alabanza por nosotros y para nuestras salvación. Este santo y glorioso sacrificio se actualiza o representa en nuestros altares con la invocación del Espíritu Santo. Hoy, la Iglesia llena de desbordante alegría lleva a Jesús sacramentado, realmente presente bajo las especies del pan, en procesión por las calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades. Músicas, cánticos, risas y alegría de nuestros niños de primera Comunión, flores, vestidos de gran fiesta,custodias preciosas que a la fe cristiana parecen siempre de poco valor en comparación con el don de la Eucaristía. ¡Es el Corpus! Este año es distinto en lo externo. Pero no lo es, no puede serlo en el fervor, el entusiasmo, el agradecimiento y el amor.
“Alaba alma mía” hemos dicho con el canto del Aleluya. Alabemos juntos, en el gozo de la fe común, que nos une y supera barreras y diferencias; juntos, con una sola voz, un solo pueblo, el de los creyentes en el Señor Jesús, hijo de Dios e hijo de María. Alabemos y pregonemos la gloria de Jesús que es pan vivo que da la vida. Hemos escuchado en el Evangelio las palabras del Señor en la multiplicación de los panes: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo”; sí, bajado del cielo porque este pan no lo produce la tierra; se hace presente en nuestros altares por la acción del Espíritu Santo que da a las palabras del sacerdote una fuerza que por sí mismas no tienen. Es pan del cielo, pan divino. “El que come de este pan vivirá para siempre”.
Acuciados por la enfermedad que nos ha castigado duramente y que sigue amenazándonos, buscamos afanosamente la vacuna, el fármaco que nos libre y asegure frente a ella; la medicina que nos defienda del mal, que nos proteja, que nos conserve la vida y preserve de la enfermedad y de la muerte. Pero cuando la encuentren los hombres de ciencia, la vacuna no nos defenderá de todas las enfermedades ni, menos aún, podrá librarnos de la misma muerte. La ciencia logra retrasarla por unos pocos años. Pero permanece al acecho hasta que se cobra su pieza. No hay medicina humana que nos libre de la muerte ni del sufrimiento. Por eso suenan más extraordinarias las palabras de Jesús que nos dice: Yo soy el pan vivo que da la vida”. O como dice en otro lugar: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Quien come su carne y bebe su sangre, quien lo come en la Eucaristía, vivirá para siempre.Basta, y es necesario, recibirlo con las debidas disposiciones. Una exigencia que nadie puede tomar a la ligera, ya que quien come su Cuerpo o bebe su Sangre indignamente, sin estar en gracia de Dios, come y bebe su propia condenación (cf. 1Co 11, 27-29).
La segunda lectura que hemos escuchado nos habla de unidad. El pan se hace con muchos granos de trigo y todos forman un único pan. También nosotros somos muchos y, sin embargo, formamos un solo cuerpo, el cuerpo místico de Cristo. Todos comemos el mismo Pan que hace de nosotros un solo cuerpo. Los que creemos en Cristo, quienes nos alimentamos de Él, nos hacemos uno solo. Por eso son tan extrañas al Cuerpo de Cristo las divisiones, los enfrentamientos, las disensiones y discordias, por no hablar de los odios, rencores, aversiones, repulsas, que separan y enfrentan, dividen y enemistan. Nada más ajenos al espíritu de esta fiesta.
Siendo esto así, es natural que hoy celebremos también el día de la caridad, del amor fraterno. Porque, como dice san Pablo: “Nadie odia su propio cuerpo” (Ef, 5, 29), sino que lo cuida, y tanto más a los miembros que son más débiles. Por eso debemos amarnos y cuidar con mayor esmero a los que se muestran más débiles. Somos un mismo y solo cuerpo. Es coherente ese modo de proceder. El amor preferencial por los más débiles, por los más pobres, no es una manía de la Iglesia, una cansina cantinela; su continuo recuerdo no obedece a un interés espurio para ganarse su benevolencia, ni tanto menos es una pose para obtener su favor. Es que la Iglesia no puede dejar de recordarlo, porque el mandamiento del amor es el más característico de la nueva ley de Jesús. Y todos cuidamos más los miembros más débiles de nuestro cuerpo, los hacemos objeto de mayor vigilancia, y los rodeamos de mayores atenciones. Los más pobres son los miembros más débiles en el cuerpo de la Iglesia que todos formamos.
La fiesta de hoy nos invita a examinarnos sobre la calidad de nuestro amor a los demás, sobre el grado de interés y preocupación por ellos, sobre la generosidad con que los acudimos en sus necesidades. La caridad cristiana no es simplemente un sentimiento melifluo, remilgado, empalagoso; ni una simple actitud “buenista” o una emoción que nos hace sentir bien. La caridad cristiana no es una abstracción; es una exigencia con contenidos bien precisos en las circunstancias personales, familiares y sociales de cada uno, que hemos de descubrir y vivir. Pidamos crecer en esta convicción de fe: Cristo en nosotros y nosotros en Cristo. Todos formamos un solo cuerpo. Por eso lo que se hace a un miembro de ese cuerpo se hace al mismo Cristo. Amen.