Homilía del Sr. Obispo en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción

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Queridos hermanos:

Afirma el Catecismo de la Iglesia que María, para ser la Madre del Salvador, fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (n. 490). Uno de ellos es el de su Concepción Inmaculada. El Papa Pío IX declaro en 1854 esta verdad como dogma de la Iglesia católica con estas palabras: “La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano”.

El Concilio Vaticano II proclama solemnemente que “uno solo es nuestro Mediador” y nos advierte de que “la misión de María para con los hombres no obscurece ni disminuye en modo alguno esa mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder” (Lumen Gentium, 60). Poco más adelante, el mismo Concilio afirma: “Jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor; pero, así como el sacerdocio de Cristo, continúa el Concilio, es participado tanto por los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel de maneras diversas, y como la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas  diversas clases de cooperación, participada de la única fuente” (ibídem, n. 62).  María tiene, pues, una función subordinada a su Hijo, y la Iglesia la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles. El último e imposible deseo de la Virgen Madre sería el de hacer sombra a su Hijo, reclamando para sí lo que solo a Él corresponde.

Así aparece en las lecturas de esta solemnidad de la Inmaculada Concepción. Jesús nunca de ja de estar en el centro mismo de la historia. En la narración del pecado original, nuestros primeros padres apenas son más que personajes secundarios, casi de comparsa. Otros son los actores principales de la historia de los inicios, tal como la cuenta el libro del Génesis: el tercero es la serpiente que muerde el calcañar de la mujer, que entorpece la historia de la salvación, provocando el primer pecado de los hombres. El segundo es Eva, a la que por tres veces se refiere el texto, llamándola sin más “la mujer”. Ella es causa., junto con Adán, de la clausura del paraíso, del final del proyecto primero de Dios para la humanidad. Pero hay otro personaje que podría confundirse con el de Eva. Pero sería un error grave hacerlo, pues la mujer, Eva, madre de los vivientes, causa de nuestra perdición, no puede ser identificada a la vez como “la mujer”, María, causa de salvación: aquella cuya descendencia aplastará la cabeza del maligno. Esta segunda mujer, segundo personaje decisivo en la narración, es ya la nueva Eva, la que será madre de los creyentes, origen de una nueva creación: la de los hijos de la que aplastó la cabeza de la serpiente. Pero el primer personaje, también misterioso, que ocupa el centro del relato, no es otro sino la descendencia de la mujer que derrotará completamente al diablo.

Sabemos que será Jesucristo quien acabará con el dominio del diablo sobre los hombres. Él ocupa el centro también en la segunda de las lecturas, la carta de san Pablo a los Efesios:

Dios nos ha bendecido en Cristo, nos ha elegido en Él para que seamos santos e inmaculados, nos ha destinado por medio de Jesucristo a ser sus hijos para alabanza de la gloria de su gracia, gracia que nos conceder abundantemente en el Amado, por quien hemos heredado la promesa de ser alabanza de su gloria.

La lectura de San Pablo que habla de los planes de Dios, nos prepara para entender el Evangelio, la buena noticia: el anuncio a toda la humanidad de que los planes de Dios se han cumplido. ¡Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!, contigo y con toda la humanidad. Alégrate y bendita seas, María, porque has hecho posible la promesa de Dios, según la cual también nosotros heredaremos la promesa del que es Hijo, Salvador, Hijo del Altísimo, heredero del trono de David, que reinará sobre la casa de Jacob y cuyo reino no tendrá fin. ¡Alégrate, María!, y bendita seas tú, que eres la completa realización del proyecto de Dios, obra maestra de la gracia, del poder y de la misericordia de Dios.

Tú eres, en efecto, la Purísima, la sin pecado, luz que brilla, hermosísima, en medio de la noche del pecado de los hombres, como aurora que preparas el surgir del Sol naciente, de aquel que es Luz de Luz. En ti María vemos cumplidas las promesas de Dios. Tú, gloria de Jerusalén; tú, alegría de Israel; tú honor de nuestro pueblo.

Podría parecer que el privilegio de María que hoy celebramos, su Inmaculada Concepción, es algo alejado de nuestra vida, algo bellísimo pero distante, frío, como un diamante de extraordinaria belleza y perfección, un cristal. Benedicto XVI comentó en alguna ocasión esta fiesta, con la agudeza y la finura de pensamiento del teólogo. Dijo que, con frecuencia, se piensa erróneamente que la grandeza del drama humano, de la vida humana “solo aparece en la experiencia de la culpa”, como si la verdadera grandeza de los hombres, solo se revelara en la experiencia del pecado; y que María, por tanto, no conoce a los humanos precisamente por no haber conocido ni la sombra del pecado. Esto, dice, es un gran error. En realidad, el pecado no hace conocer. Es, más bien, el amor, lo que nos permite penetrar en la verdad de las personas y conocerlas más profundamente. “Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres” (El Señor nos lleva de la mano. Homilías privadas, Ed. Encuentro, Madrid 2025, pp. 299 y ss). Ninguna criatura ha estado ni está más cerca de Dios que la Virgen Inmaculada. Nadie lo ha amado más y nadie nos amas como ella, porque nadie más cerca que ella del fuego del amor divino.

Demos, pues gracias a Dios Nuestro Señor por los dones con que ha embellecido el alma de María nuestra Madre, el amor sin mancha que ha puesto en su corazón. Su santidad y cercanía a Dios, nos asegura su proximidad a cada uno de nosotros, sus hijos. Amén.

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