Queridos hermanos:
Repetidas veces estos días me han preguntado con estas o parecidas palabras: ¿Cuál es su mensaje de Navidad que nos da a los conquenses? Y he respondido siempre lo mismo: ¡la Navidad misma es el mensaje!, la Navidad es la buena Nueva, la gran noticia. Breve pero grandiosa: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria”, como dice San Juan. De manera más breve todavía, San Mateo nos da la gran noticia con dos palabas: ¡Enmanuel!, es decir Dios con nosotros, “Jesús”, porque él salvará a su pueblo de los pecados.
Este es el mensaje de la Navidad: sobrecogedor, de una parte, porque nadie podría pensar jamás que Dios se hiciera hombre como nosotros, que Dios quisiera cubrir la infinita distancia que media entre la divinidad y la criatura; grandioso porque por que la Encarnación es un ejercicio único de su poder, porque el hombre no podía imaginar que lo eterno entrará en el tiempo. ¿Dios hecho hombre? ¡Es una contradicción en los términos! Imposible, hubiéramos dicho, si nos nos hubiera sido revelado. Misterio sobrecogedor pero, también, extraordinariamente amable, porque el motivo no es que Dios quiera mostrar su omnipotencia, que se sienta obligado a actuar de ese modo, o bien que una fuerza externa a él lo determine a actuar de ese modo: el único motivo de la Navidad, de la Encarnación del Hijo eterno de Dios, es su infinito amor que le mueve, en su libertad integérrima, a tomar nuestra naturaleza para participarnos su verdad, su belleza, su vida para nuestra salvación. No hay una brizna de egoísmo en la acción de Dios, cosa incompatible con su naturaleza. El infinito amor de Dios nos precede: nos crea, nos redime y nos espera en la gloria. La Navidad es, también, un hecho y un mensaje de extraordinaria ternura: Sabemos que en su infinita sabiduría, Dios podía haber elegido otro camino para salvarnos; pero quiso hacerse un niño, una criatura débil, necesitada de ayuda y cuidados. No tomo nuestra naturaleza en la forma de un hombre en su plenitud, como un rey poderoso y dominador, como un sabio que deslumbra con sus conocimientos, como un artista que seduce con su espíritu creador. ¡Un Niño! ¿Puede haber algo más accesible, más cercano, y a la vez más indefenso, más desvalido? ¿No surge en el corazón de cualquier persona la pregunta: es posible que Dios nos haya amado, que me haya amado, tanto?, una pregunta que obtiene respuesta en los hechos, en la historia. Los humanos no estamos acostumbrados a ese grado de amor; nos parece imposible. Pero ese es el mensaje de la Navidad. Eso es la Navidad: Dios que se hace hombre, que se pone a nuestra altura, que se abaja hasta nosotros tomando la condición de siervo, nos elevar hasta su altura y nos hace hijos suyos, “dioses” por participación, real, auténtica, de su misma vida. Ante el misterio de la Navidad no cabe sino postrarse, adorar, y tratar de corresponder con amor, con el don de uno mismo.
Porque esa es como la otra cara de la moneda. El misterio de la Encarnación nos revela el amor de Dios por nosotros, pero, a la vez, nos da a conocer que la vida que el Señor nos regala debe ser don para los demás. Si Dios es amor y nos da, nos participa su propia vida, la nuestra debe ser igualmente vida de amor, de generosa entrega, como la suya. Si el Verbo se hizo carne, hombre con sus fragilidades propias, la carne, toda carne, es decir, toda persona, ha adquirido una nueva dignidad. Todo hombre, imagen de Dios como criatura suya, es ahora además, de algún modo, carne suya: “lo que hicisteis a uno de estos, a mí me lo hicisteis”. También esto nos parece increíble. Dios se ha abajado para enaltecernos, para elevarnos en nuestra dignidad. Es estremecedora la oración colecta que hemos dirigido a Dios al inicio de la Misa: “Oh Dios que estableciste admirablemente la condición del hombre y la restauraste de modo aún más admirable, concédenos compartir la divinidad de aquel que se dignó participar de la condición humana”. Y en el Prefacio III de este tiempo de Navidad se dice: “Por él (por Cristo) hoy resplandece el maravilloso intercambio de nuestra redención: porque, al asumir tu Verbo nuestra debilidad, no solo asume dignidad eterna la naturaleza humana, sino que esta unión admirable nos hace a nosotros eternos”.
A la luz de estas palabras y del misterio de la Navidad, ¿es posible encontrar mayores razones que justifiquen el respeto incondicional que merece toda persona humana? Cada una es no solo imagen y semejanza de Dios, sino que, por la redención, es hecha una sola cosa con Cristo, Dios y hombre Cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. Es un buen día hoy para pedir al Niño-Dios la gracia de saber reconocerle en los demás, en cada persona, una a una. Nadie debe ser despreciado, humillado, maltratado, difamado; nadie puede ser relegado, descartado, rebajado a la condición de objeto, algo que se usa o del que se abusa. Acojamos al Niño-Dios que viene a salvarnos y pidámosle saber acoger a todos. El amor a Dios y al prójimo son inseparables. Si descubrimos a Dios en los demás, el amor a ellos será al mismo tiempo amor a Dios. Y el amor a Dios no podrá menos que hacerse amor a los hermanos.
Seremos entonces personas de paz, personas apacibles, podemos decir. Hombres y mujeres serenos, afables, que trasmiten a diario paz en su derredor, que saben comprender, disculpar, perdonar, que aman convivir con los demás, estar en comunión con todos. Jesús ha reconciliado los hombres con Dios. Su ser mismo es reconciliación: Dios y hombre a la vez, indisolublemente. Cuanto más amemos a los demás, cuanto más descubramos en ellos al mismo Jesús, más paz albergaremos en nosotros mismos y podremos ser, que sobre pasa todo límite imaginable en verdad, como decía con palabas acertadas San Josemaría Escrivá, “sembradores de paz y de alegría”. Amén.