Homilía del Sr. Obispo en la Misa de acción de gracias de los esposos que cumplen 25 y 50 años de matrimonio

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Después de celebrar los misterios de la vida, pasión, muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, de su gloriosa Ascensión y del envío del Espíritu Santo a la Iglesia naciente, hoy esta centra su mirada en el misterio de los misterios: el de la Ssma. Trinidad. Contempla el misterio mde Dios en su mismo ser, del que apenas le es posible entrever su deslumbrante, cegadora verdad. Nos cubrimos los ojos del alma porque no somos capaces de ver el misterio, de comprenderlo. Tanta luz, tanta plenitud de verdad hay en Dios que en vez de permitirnos verlo como es, nos ciega. Ni con la luz de la razón, ni con la superior de la fe, somos capaces de mirar de frente el misterio divino: es luz inaccesible al ojo humano. Solo podemos entrever, vislumbrar confusa, muy confusamente, el misterio, de manera que es mucho más lo que no entendemos que lo que logramos percibir.

El de la Ssma. Trinidad es misterio profundísimo, cuya verdad cegadora no nos humilla al no poder comprender, nos llena más bien de alegría, al darnos cuenta de lo grande que es Dios, de su belleza infinita, cuya contemplación con la luz de la gloria nos hará eternamente felices, colmando todos nuestros deseos de una vez para siempre.

Pero, de todos modos, el Evangelio que acabamos de escuchar nos enseña que en la vida cristiana actúa la ley del crecimiento, del desarrollo. Es cierto que en Dios todo es perfección, plenitud, presencia, acto. Dios no será mañana más sabio o más perfecto o más santo de cuanto lo es hoy, entre otras cosas porque para Dios no existe un mañana. En Dios no existe pasado ni futuro, no se da un tiempo de imperfección, de mejora, y tampoco uno de plenitud, de apogeo, ni se da en Él decadencia, ocaso.

Muy distinto es nuestro caso, el de los seres humanos: nunca realizamos todo lo que podemos ser, todas nuestras posibilidades: podemos conocer más cosas y mejor, hacer un bien mayor y más perfecto del hecho hasta ahora. Siempre cabe un más y mejor. Somos seres finitos, capaces de infinito, que nunca alcanzamos por nosotros mismos.

En efecto, hemos escuchado a Jesus que dice en el Evangelio: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora”. Jesús nos confirma en nuestra imperfección. Pero no terminan ahí sus palabras: “Cuando venga, dice, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena”. La que cada uno puede alcanzar; no todos la misma, porque el Espíritu reparte sus dones como Él quiere; y no será solo un Maestro extraordinario que nos hará conocer la verdad según nuestro modo de conocer los divinos misterios. La verdad que nos enseñará la creeremos, la amaremos y la viviremos. Nos mostrará a Dios en su verdad más íntima, en su Unidad y Trinidad; y cuando lo veamos tal cual es, como dice San Juan, no podremos menos que amarla y ser felices. El Espíritu será nuestro Maestro y “nos dirá”, nos enseñará a Jesús, y este nos revelará al Padre.

Mientras aquí, en esta tierra nos limitamos a hacer un nuevo acto de fe en el Dios Uno y Trino, lo veneramos llenos de asombro, lo admiramos en silencio y esperamos en Él con firme esperanza. Renovamos nuestra fe en Dios Padre que ha creado y gobierna todo, origen de todas las cosas del cielo y de la tierra. Todo es suyo, todo le pertenece, de todo y de todos cuida amorosamente. Afirmamos nuestra fe en Dios Hijo, que se hizo hombre por nosotros sin dejar por eso de ser Dios. No se convirtió en una criatura, asumió nuestra naturaleza humana y nos redimió con su sangre, para que lo que era reino del mal y del demonio, pasara a ser reino de Dios. Confesamos la divinidad del Espíritu Santo, que ha sido derramado en nuestros corazones, para darnos la capacidad de amar como Cristo nos ha amado. Habita en nosotros para iluminarnos en los caminos de la vida y otorgarnos fortaleza para seguir las inspiraciones y mociones de Dios.

A lo largo de la vida descubrimos cómo Dios, Uno y Trino, interviene en nuestra santificación, en nuestra transformación: el Padre que nos hace hijos suyos en el Bautismo, el Hijo que nos salva de nuestros pecados y es para nosotros Camino, Verdad y Vida; el Espíritu Santo santificador que esculpe en nuestras almas, con divina sabiduría, la imagen de Cristo, y nos hace cada vez más “cristianos”, otros “cristos”.

El Espíritu Santo, Espíritu que nos instruye en las verdades divinas nos enseña a comprender lo que a través de los sacramentos realiza en nuestros corazones. Hoy, cuando celebráis con renovada alegría los 25 o 50 años de vuestro matrimonio, el Espíritu Santo os enseña que este sacramento se hace para vosotros camino de santidad; que no podéis imitar a Cristo, esposo de la Iglesia, si no os amáis con un amor sacrificado, grande, tierno y fuerte a la vez, fiel como una promesa que se cumple cada día, el amor con el que Cristo ama a su Iglesia. El amor de los esposos, vuestro amor, que abraza e incluye el de vuestros hijos es un reflejo del amor de Dios, el amor del Padre al Hijo y de este a aquel, un amor-persona: el Espíritu Santo. Lo reflejáis y estáis llamados, por vocación divina, a reflejarlo cada día con mayor fidelidad.

Nuestro conocimiento y vivencia de la Iglesia, la gran familia de los hijos de Dios, se hace visible en vosotros, esposos cristianos. Es vuestra dignidad y responsabilidad: hacer de vuestros hogares “iglesias domésticas” donde se comienza a creer en un Dios que es Padre y nos ama con amor de madre; el lugar en que se vive la caridad no por lo que se vale, sino por lo que uno es: padre, madres, hijo, hermano, abuelo, nieto; el lugar en el que aprendemos a esperar apoyados en Dios y en la ayuda de los demás miembros de la familia. Lugares de la presencia de Dios, que acoge, comprende, perdona, olvida, y ama por encima de todas las diferencias posibles.

Es muy grande la dignidad del matrimonio, camino de santidad. Cada día que pasa estáis llamados a ser más matrimonio, por esa ley del crecimiento de que hablaba os al comienzo. Esposos más santos porque, varón y mujer, os hacéis cada vez más una sola cosa; matrimonios más santos porque el amor que os une es más fuerte que cualquier tentación o dificultad; familias más santas porque abiertas siempre a la vida por encima de todo egoísmo o comodidad. Es para recordar siempre esta máxima de San Josemaría Escrivá: “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado”.  Una máxima que es válida para todas las etapas de la vida. Un corazón enamorado que se mantiene vivo cuando se esfuerza en ser agradecido, cuando sabe pedir perdón con sencillez, cuando es consciente de que el amor siempre pide más entrega y más olvido de sí. Sé bien que muchos comportamientos hoy corrientes, que ciertos modos de vida, que los modelos que con frecuencia se nos proponen, que las ideas en boga sobre el amor y el matrimonio, no tienen una impronta cristiana. Hoy, queridos hermanos sois un testimonio fuerte de la belleza del matrimonio tal cual Dios lo ha pensado y querido. Que Él os bendiga y os premie. Amén.

 

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