Queridos diocesanos:
Este domingo, XXIII del tiempo ordinario, la Iglesia celebra la Jornada Mundial de los Pobres en su tercera edición. La Jornada es un expreso deseo del Papa Francisco, y da forma a la preocupación del Pontífice por la situación de pobreza en que se encuentran muchos millones de hombres y mujeres en este mundo nuestro.
Los espectaculares avances de la ciencia y de la técnica, el alto grado de bienestar alcanzado por muchos países, las ostentación de abundancia y riqueza, rostro visible de enteras sociedades, no pueden ocultar la realidad de la pobreza que afecta a extensas capas de población en todo el mundo, incluso en los países más desarrollados económicamente. El Papa quiere llamar nuestra atención, para que no se pierda la conciencia de la actualidad de la lacra de la pobreza que reviste hoy formas muy diversas. En efecto, si llamamos pobres a “aquellos que no disponen de lo necesario para vivir porque dependen de los demás” (Francisco, Mensaje para la III Jornada Mundial de los Pobres, n.5), hoy podemos distinguir numerosos y muy variados rostros de esa pobreza, antiguos y nuevos, que el Papa no duda en calificar de “esclavitudes” (ibídem, n. 2); estas ofenden gravemente la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y por tanto, libre y señora de sí misma, pero son también un reproche a las sociedades que las albergan y no luchan por suprimirlas. Entre ellas menciona el Papa la pobreza de las familias que buscan lejos de sus tierras formas de subsistencia, la de los huérfanos que han perdido a sus padres, las de quienes sufren distintas formas de violencia, de la prostitución a las drogas, y se ven humilladas en lo más profundo de su ser; la de tantos inmigrantes a los que se les niega la solidaridad y la igualdad; la de los marginados y sin hogar (cf. ibídem). Una pobreza que, a veces, se quiere ocultar o disimular, sin atacar las raíces que podrían, al menos, limitarla.
Ante esta realidad de la pobreza, de la carencia de lo necesario para vivir dignamente, y de sus variadas manifestaciones, el Evangelio nos recuerda que Jesús se identificó con los pobres, aquellos a los que llama sus hermanos más pequeños e indefensos: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos (…) conmigo lo hicisteis” (cf. Mt 25, 40). “Huir de esta identificación, afirma Francisco, equivale a falsificar el Evangelio y atenuar la Revelación” (ibídem, 5).
La Jornada de hoy nos recuerda también que la Iglesia no puede consentir que alguien se sienta extraño y excluido, porque debe ser para todos “camino común de salvación”. A todos los que sufren cualquier forma de pobreza debe acercarse con solicitud de madre, teniendo presente que el cuidado y la promoción de los pobres “no es un compromiso externo al anuncio de los pobres”, sigue diciendo el Papa (ibídem, n. 6); el ejercicio del verdadero amor al prójimo es ya, en sí mismo, evangelización.
Este cuidado de los más pobres no se limita a dar vida a iniciativas de asistencia, por necesarias y urgentes que sean. Debe comenzar por prestar atención a cada persona que se encuentra en dificultad (cf. ibídem, n. 7); una atención que no es fruto de un momento de entusiasmo, sino compromiso perdurable. No se trata de tranquilizar la conciencia con una ayuda material, la dedicación de unas horas o la promoción de iniciativas; es cuestión, más bien, de amor, al mismo tiempo, a Dios y al prójimo. Un amor que no olvida que “antes que nada, los pobres tienen necesidad de Dios, de su amor hecho visible gracias a personas santas que viven junto a ellos” (ibídem, n. 8).
El Papa termina su mensaje para esta III Jornada Mundial de los pobres con estas palabras de las que quiero hacerme altavoz: “A todas las comunidades cristianas y a cuantos sienten la necesidad de llevar esperanza y consuelo a los pobres pido que se comprometan para que esta Jornada Mundial pueda reforzar en muchos la voluntad de colaborar activamente para que nadie se sienta privado de cercanía y solidaridad” (ibídem, n. 10).
