Palabras del Sr. Obispo en la apertura de curso en el Seminario y en el Instituto Teológico

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Queridos concelebrantes, seminaristas, padres y familiares, religiosas, fieles todos. Permitidme un saludo particular a los nuevos alumnos del Seminario que inician este año el curso propedéutico, 3 de la diócesis hermana de Albacete y cuatro de esta nuestra de Cuenca. Saludo igualmente a quienes proseguís o iniciáis estudios en el Instituto Teológico Bienvenidos todos. Me es grato especialmente hacer presente en este momento a D. Ángel, el Señor Obispo de Albacete, que manda un cordial saludo para todos, junto con su oración de Padre y Pastor. No le es posible estar con nosotros en este momento. Hoy se despide de su diócesis el Obispo de Ciudad Real, D. Gerardo Melgar, y nos pusimos de acuerdo D. Ángel y un servidor para que él pudiera estar en Ciudad Real acompañando a Don Gerardo y yo abriera oficialmente el nuevo curso. Le hubiera gustado estar con nosotros y así estaba previsto hasta que conocimos la fecha de la despedida del Obispo de Ciudad Real. No físicamente, pero con el deseo y el corazón está con nosotros.

Todos los afectos humanos nobles habitan en el corazón de Jesucristo nuestro Señor. Entre ellos y de manera preeminente, el amor filial. No nos cuesta nada admitir que nadie ha amado tanto a María santísima como su hijo Jesús, así como que nadie la amará como Él en el futuro. Por eso, a alguno podría llamarle la atención la escena que contemplamos hoy en el Evangelio que podría parecer una palabra o un gesto menos afectuosos de Jesús para con su Madre. Lo mismo puede suceder cuando se lee el episodio de la pérdida de Jesús en el templo de Jerusalén a la edad de doce años. “Por qué me buscabais? No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi Padre”. Son palabras que pueden sonar desabridas, como un reproche del Hijo a la Madre. También en las bodas de Caná, la respuesta de Jesús parece distante de la materna preocupación de María por la situación en que podrían encontrarse los novios y el maestresala, si el vino, como parecía, llegaba a faltar. “Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora”. Parecería que Jesús corrige a su madre. Algo parecido nos sucede al leer la escena en que una buena mujer del pueblo, maravillada por la doctrina que Jesús enseñaba y más aún por la autoridad con que lo hacía, prorrumpe en un grito espontáneo, lleno de sencillez, de candidez, y dice: “Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron”. Y Jesús responde: “Bienaventurado más bien el que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica”. Son todas ellas palabras de Jesús que suscitan la misma impresión que producen las que acabamos de escuchar en el Evangelio.

Pero no son palabras de desamor, de desafecto, de indiferencia; no constituyen un desaire, un algo de imperfecto en Jesús. Contienen una enseñanza fundamental: El Maestro nos enseña que también en el amor debe haber un orden, porque el amor desordenado deja de ser un “buen amor”. No todas las cosas tienen el mismo valor ni son merecedoras del mismo amor. Lo que nos enseña hoy el Señor es que nada se puede anteponer al amor de Dios, que es el sumo bien y la suma bondad.

Jesús está con los suyos. Lo rodea una multitud; resulta imposible acercarse a Él. Llegan su madre y algunos de sus parientes cercanos, y le mandan un recado. Alguien del grupo más cercano a Jesús le hace saber que los suyos están fuera del círculo inmediato que lo rodea y desean verle. En su respuesta, Jesús va a dejar claro que para Dios lo que verdaderamente cuenta no son los lazos de la carne, los vínculos de familia. Que su verdadera familia la forman los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. No basta siquiera con escuchar con gusto sus palabras. También Herodes escuchaba con agrado las enseñanzas del Bautista y, sin embargo, mandó decapitarlo. Hay que tratar de vivirlas, de ponerlas en práctica.

“¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” Había dicho a María y José cuando lo buscaban en el templo pensando que se había extraviado cuando, en realidad, Jesús había decidido quedarse. Se podría decir que estas palabras representan una glosa perfecta de las que hemos escuchado hoy en el Evangelio.

Queridos seminaristas: inicia hoy un nuevo curso académico del Instituto Teológico de nuestra diócesis y se abre igualmente un nuevo año en el que proseguir vuestra formación en pos de la meta que es la identificación con Cristo, sacerdote y Pastor; una formación que no acaba nunca, ya que el modelo es inigualable; y aun siendo así, todos, sacerdotes y seminaristas, consagrados, laicos, estamos llamados por Dios y con su gracia a configurarnos progresivamente a ese modelo. La historia de la vida interior de un sacerdote, y de quien se prepara para serlo, debe estar marcada por esa serena tensión hacia la meta de ser y actuar como otros “cristos”.

No buscamos una santidad especial, distinta de la que todos los fieles deben tratar de alcanzar con su empeño, precedido, acompañado y hecho fructificar por la gracia de Dios, sin la cual nada podemos hacer. La santidad de un seminarista, la de un sacerdote no es esencialmente distinta de la de cualquier otro fiel. El modelo al que debemos conformarnos, la imagen que debe imprimirse en nuestras almas, es la misma en todos los casos, en todas las vocaciones particulares. En estas la santidad se modula, se vive con más o menos diferencias externas, según la voluntad expresa del Señor, pero la vida cristiana en su esencia es la misma: hemos recibido el Bautismo que nos purifica del pecado heredado de nuestros padres y de cualquier otro pecado que pueda tener quien se bautiza; se ha obrado en nosotros el milagro de una nueva creación o recreación, pues hemos sido regenerados ahora como hijos de Dios; participamos la misma vida del único Hijo de Dios por naturaleza, y nuestra y alma ha quedado embellecida con las virtudes y dones sobrenaturales. Somos parte viva de la Iglesia. Esta es la sorprendente y maravillosa dignidad de los hijos de Dios. Es bueno avivar con frecuencia esta conciencia de nuestra filiación divina, saborearla, amarla, pedir que llene de luz nuestras vidas: somos hijos de Dios, y es un gozo experimentar esa condición y procurar vivir de acuerdo con ella. No es una carga, es una gracia grande: el Señor es –queremos que así sea- la heredad que nos ha tocado en suerte. Una heredad que llena de alegría los días, que da libertad interior y combate la posible rigidez, el acartonamiento del alma; que hace ver las cosas con la mirada de Dios, que llena de optimismo la lucha interior, que permite ver al prójimo como hermanos a los que servir; que supera decepciones, pesimismos, obstáculos; que evita la tristeza que producen a veces los fracasos o la propia debilidad. Saberse y sentirse hijos de Dios genera gente alegre, optimista, pacífica, apostólica, comprensiva.

Con la nueva condición de hijos de Dios que se nos ha regalado en el Bautismo, hemos recibido también la misma misión de Cristo. “Id y predicad el Evangelio”. Id, sí, pero después de años de haber “estado” con el Maestro, quien, en la misión, seguirá estando con nosotros. No vamos solos. El cumple la misión recibida del Padre; ahora lo hará sirviéndose de cada uno.

Ahora es tiempo de formación, de estar con el Maestro, de meditar sus palabras a sus pies ante el Sagrario, de dejarse modelar por el Espíritu Santo que imprime en el alma la imagen de Cristo. Es tiempo de aprender a convivir entre vosotros para saber hacerlo mañana con todos; tiempo de estudio riguroso para poder ser maestro y médico de las almas; tiempo de crecer en el deseo de hacer bien a todos, de ser Cristo que pasa junto a los hombres y mujeres que necesitan encontrarlo para ser más plenamente felices.

Que San Julián y la Santísima Madre de Dios, que invocamos como Nuestra Señora de los Llanos y Virgen de las Angustias, os acompañen en este nuevo año que comienza oficialmente este día.

 

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