Homilía del Sr. Obispo en el día de San Julián, patrón de la diócesis y la ciudad de Cuenca

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Sacerdotes concelebrantes, autoridades, queridos hermanos:
En este día en que honramos y celebramos la memoria de San Julián, patrono de nuestra diócesis de Cuenca de la que fue Obispo a caballo entre los siglos XII y XIII, la Iglesia lo saluda con palabras del salmo 111 que leeremos en el salmo responsorial: “Dichoso quien reparte limosna a los pobres”. Estas palabras casan bien con aquellas otras con las que la tradición cristiana recuerda su figura y su obra: “Vere pater pauperum”, verdadero padre de os pobres. La repetición del estribillo tras las varias estrofas del citado salmo pretende grabar a fuego la enseñanza del pasaje del Profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura.
La caridad es la primera y principal de las virtudes, como nos enseña San Pablo cuando, en su primera carta a los Corintios, hace su bello canto a esta virtud y la presenta como el mayor de los dones que el Espíritu Santo nos hace. La caridad, en efecto, es el sello de autenticidad de todas nuestras obras; el amor es la condición necesaria para que tengan valor incluso los actos más llamativos y heroicos. Estos poco o nada valen si no se hacen por amor y con amor; mientras que valen, y mucho, hasta los actos más insignificantes cumplidos con y por amor de Dios. Es este el que hace grandes y hermosas hasta nuestras acciones más pequeñas y humildes.
Es importante recordarlo porque solo el amor a Dios y al prójimo identifica la persona verdaderamente religiosa y la distingue de la que lo es quizás solo en apariencia o muy imperfectamente. Lo que hacemos adquiere valor si es motivado por la caridad. Si esta, en cambio, falta, todo lo que hacemos se devalúa, se deprecia, hasta carecer de valor. “Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber, si tuviera fe como para mover montañas, y si repartiera todos mis bienes entre los necesitados y entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría, sería como no tener nada” (1 Cor 13, 1-3). El verdadero cristiano, el verdadero hombre religioso es aquel que pone en el centro de su vida la caridad, no tanto las cosas que hace, por buenas que estas sean en sí mismas. Agradamos a Dios por el amor a Él y al prójimo con que realizamos nuestras obras.
Pero, estemos atentos, porque, si el amor no se identifica sin más con las obras buena que hacemos, ya que pueden ser corrompidas por la vanidad, la soberbia o el orgullo, no es menos cierto que el amor se expresa necesariamente en obras, obras de amor; se pone de manifiesto en la obediencia a los mandamientos de Dios -que obedecer es amar, como dice el refrán con razón-; por eso San Juan en su primera Carta nos advierte: “No amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”. Amor a Dios en primer lugar, pero con clara conciencia de que quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Por eso, el ayuno, y la oración deben ir necesariamente acompañados por la limosna, es decir por las obras de amor al prójimo, resumidas en la limosna: “El ayuno que yo quiero, dice el Señor, es abrir las prisiones injustas…, dejar libres a los oprimidos…, partir tu pan con el hambriento…, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne”. Esta caridad o amor social mueve a procurar el bien común por encima de los bienes particulares; a hacer posibles el conjunto de condiciones de la vida social que permiten a todos, individuos y grupos, pueblos y naciones, alcanzar la propia perfección. Esta búsqueda del bien común que promueve la caridad es requisito fundamental para que los pueblos vivamos en paz y en la comunión afectiva y práctica de unos con otros.
El pasaje del Evangelio que hemos leído hace unos momentos nos previene frente a la avaricia del que ambiciona amontonar tesoros en la tierra, del que tiene excesivo amor a las riquezas, de manera que las convierte en su dios, en un ídolo, a costa tantas reces de la salud, de la familia, de la lealtad a los amigos, de la justicia, de la verdad. Las riquezas pierden su sentido y se convierten en una trampa mortal cuando se les otorga el primer puesto en nuestras vidas y las anteponemos a cualquier otra cosa. Entonces dejan de ser medios para algo más y mejor, y nos convierten en esclavos suyos; como todos los tiranos se hacen cada vez más exigentes, obligándonos a sacrificarles bienes mucho más altos; el excesivo amor a las riquezas nos hace olvidar que podemos perderlas en cualquier momento y que antes o después el sufrimiento, la enfermedad o la muerte nos descubrirá su auténtico valor.
Queridos hermanos, hemos comenzado a celebrar el Año Jubilar 2025, Año Santo, tiempo en que la misericordia de Dios se nos concede con mayor abundancia y por más numerosos caminos. En este tiempo resplandece mayormente esta misericordia que se nos revela ilimitada; nada puede resistírsele, si la buena voluntad, el deseo de conversión guía al pecador. El Crucificado nos muestra el rostro compasivo de Dios y nos invita a dejarnos reconciliar por Él y con Él. Cristo en la Cruz no censura, no recrimina, no se muestra airado por el mal que hemos hecho: abraza, limpia, perdona, como al buen ladrón. “¡Hoy estarás conmigo en el paraíso!” Estas son las palabras que salen de la boca de Jesús moribundo que tiene sed de nuestros corazones, de nuestro bien. Este es nuestro Dios. Conmueven y llenan de esperanza el pensamiento del Papa Francisco según el cual: “No hay mejor manera de conocer a Dios que dejándonos reconciliar por Él”, experimentando su perdón. Solo entonces comenzamos a conocer verdaderamente a Dios.
Acudamos en estos meses verdaderamente contritos al sacramento del perdón que es sacramento de amor. Refugiémonos sin miedo en los brazos amorosos de Dios para ser librados del peso de nuestros pecados y de esos “efectos residuales”, como dice el Papa, que dejan en el alma nuestras faltas. Y llevemos a todas partes con nosotros la esperanza que nace del encuentro con Dios, rico en misericordia.
Nos guíe de la mano San Julián, padre de los pobres, que a tantos hizo llegar el calor del amor de Dios, Amén

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