Queridos sacerdotes, reunidos para celebrar la fiesta de nuestro Patrono, san Juan de Ávila: mi más cordial felicitación y agradecimiento a todos por vuestro servicio a nuestra iglesia diocesana. Saludo con afecto particular a mi hermano, Julián, Obispo de Sigüenza-Guadalajara, que ha querido compartir con nosotros esta celebración. Gracias, D. Julián.
En la lectura de los Hechos de los Apóstoles hemos escuchado una vez más unas palabras de gran relevancia para la Iglesia naciente, que manifiestan la voluntad última del Maestro: “Salid a todo el mundo para anunciar a todos lo que os he mandado”. Todas y cada una de las personas interesan a Cristo, y todas son objeto de los afanes de la Iglesia. Es cierto que, por una parte, los números no son lo más importante, y quizás el de los fieles pueda encogerse en algunos momentos, en algunos lugares. Pero no podemos olvidar que hemos sido enviados a todas las gentes: En la red barredera de la Iglesia se recogen toda clase de peces. En sus ramas están llamados a buscar refugio todos los pájaros del cielo. Todos han sido llamados a participar en el banquete de bodas del hijo del rey, también los pobres, lisiados ciegos y cojos (Lc 14, 21). Nosotros somos los siervos encargados de convocar, llamar, invitar. ¡Hay que ir, salir, lanzar la red para la pesca, hay que predicar, curar las enfermedades, dar esperanza! Es lo que Dios nos pide, queridos hermanos sacerdotes.
El Evangelio que acabamos de escuchar reproduce los primeros versos de capítulo 10 de San Juan, la parábola del buen Pastor. Un relato breve, fácil de comprender, que usa elementos de la vida ordinaria para enseñar lecciones espirituales. La parábola del buen Pastor es bien conocida de todos: nos habla del aprisco donde se recogen las ovejas, del guardián del mismo, de los pastores buenos y malos. El aprisco es el recinto donde se reúnen las ovejas para que no se dispersen; sirve de refugio y protección frente a las inclemencias del tiempo; defiende de los animales; resguarda las ovejas de posibles ladrones; en él encuentran refugio los distintos rebaños que tienen su propio dueño. Un pastor hace de guardián de todas las ovejas que encuentran protección en el redil. Conoce las ovejas y estas, a su vez, reconocen su voz; las conduce a pastos frescos caminando delante de ellas. Es modelo y espejo en el que mirarnos todos los pastores: mirarnos en él sin miedo, con coraje, con vivo deseo de reproducir su imagen, de ajustarnos a ella.
Los Apóstoles y los oyentes en general no entendieron la comparación. Probablemente no estaban acostumbrados a ver pastores como el de la parábola. Un pastor que conoce una a una a sus ovejas, que es capaz de llamarlas por su nombre, que es, a su vez, reconocido por ellas; un pastor, pues, acostumbrado a estar en medio de las ovejas, a dirigirse a cada una de ellas, a cuidar de su estado, conocer sus necesidades; un pastor que las conduce a buenos pastos, que camina delante mostrándoles el camino, que no se limita a indicarlo sino que lo recorre con ellas, que permanece alerta para librarlas de los peligro que las acechan, que conoce bien el alimento que debe darles, que las busca si se extravían, que las cura si sufren daños; un pastor al que le importa, verdaderamente, el rebaño, hasta arriesgar por él la propia vida, si es necesario.
La actitud de ese pastor nos obliga a examinar nuestro comportamiento al servicio de los fieles que nos han sido confiados, a preguntarnos si les dedicamos lo mejor de nuestras energías, si representan el objeto habitual de nuestros pensamientos, si nos sacrificamos generosamente por su mayor bien, si les proporcionamos el alimento que necesitan, si somos ejemplo para ellos, si hay cosas en nuestras vidas que nos distraen de nuestra tarea de pastor, si conocemos, en lo posible, uno a uno a nuestros fieles, si nuestra preocupación es procurarles el mayor bien posible; en definitiva si las amamos, consciente de que el a mor fue la única condición exigida a Pedro por el mayoral de los pastores para apacentar su rebaño (cfr. Jn 21, 15 y ss).
Sabemos bien que los nuestros no son tiempos para acomodamientos, sino para avivar la entrega, para excitar la generosidad y ser creadores e imaginativos en nuestra pastoral, para vivir la alegría de caminar juntos, de pastorear unidos al servicio de proyectos que requieren esfuerzos solidarios, de no rendirnos ante el menor éxito de una iniciativa, de no admitir como definitivos reveses que deben más bien espolear nuestra imaginación y dedicación, de recurrir con fe a los medios sobrenaturales de la oración y el sacrificio. No hemos escogido nosotros la propia vocación ni la apasionante tarea que se nos propone de acercar las almas a Cristo para que sean felices: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros”. Puede ser comprensible lo contrario si se considera solo humanamente, pero somos conscientes de que no nos es lícito ceder a la tibieza, conformarnos con poco, rendirnos a la pasividad a la que nos invita la progresiva e inevitable pérdida de fuerzas, la enfermedad o la edad que avanza inexorable. Hemos sido llamados para evangelizar; no es motivo de orgullo; es nuestra responsabilidad de por vida. No tenemos más remedio, y con san Pablo cada uno podemos decir: “¡ay de mi si no anuncio el Evangelio!” (1 Co 9, 16). ¿Qué seríamos cada uno de nosotros, a qué quedaríamos reducidos, si no lo hacemos? ¿Levadura que no hace fermentar, luz apagada?
Celebramos la fiesta de San Juan de Ávila nuestro patrono. Al final cantaremos en su honor lo que constituye en realidad una vibrante oración, una petición: “Apóstol de Andalucía, el Clero español te aclama, y al resplandor de tu vida en celo ardiente se abrasa, y al resplandor de tu vida, repetimos, en celo ardiente se abrasa. Tu afán predicar a Cristo, tu amor la Iglesia y las almas, de Pablo el fuego divino prendido va en tu palabra”.
Hemos llorado con la muerte de Papa Francisco y nos hemos alegrado con la elección de León XIV. El Señor lo ha llamado a servir a la Iglesia poniendo sobre sus hombros una carga mayor. Su ejemplo nos anima a seguir pastoreando mientras y en la medida en que podamos hacerlo, consciente de que nunca dejamos de ser pastores y el buen pastor da la vida por sus ovejas. No puede hacer otra cosa, pues ha sido elegido y enviado para que las ovejas tengan vida y la tengan en abundancia.
Paz, unidad, misión, tres conceptos relevantes que aparecían ya en el primer mensaje del Papa apenas elegido: pacificados con Dios y con los hermanos, reconciliados; iglesia sinodal, en comunión; pueblo santo de Dios al servicio de la misión que el Señor ha confiado. Confieso que leyendo o escuchando estos días algunos medios, también católicos, no sabía si lo que estaba en juego era la elección del Sucesor de Pedro, el humilde pescador del mar de Galilea, a quien Jesús confió su Iglesia como roca inexpugnable, o si se trataba de buscar y elegir al Secretario General de la ONU, o al leader mundial capaz de guiar los destinos de las naciones y de resolver sus problemas. Pero los Cardenales no han elegido a alguien que juzgan capaz de dar adecuada respuesta a los retos que tiene planteados hoy la humanidad, la “herencia” a repartir entre hermanos de que habla el Evangelio («¿Quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?») (Lc 12, 14), sugiriendo una cierta secularización del Papado. El Evangelio suena de manera bien distinta; la misión que el Señor confió a los Apóstoles y a toda la Iglesia la recoge san Mateo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (28, 19); lo mismo ocurre con la misión confiada únicamente a Pedro: “Simón, Simón (…). Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos”, (Lc 22, 311-32). Confirma a tus hermanos.
Siguiendo los ejemplos de san Juan de Ávila y de San Julián de Cuenca, viviendo la paz y la alegría que Dios nos regala, prosigamos serenos, confiados, nuestra común misión, estrechamente unidos a Pedro, bajo la protección de aquella a la que invocamos como Madre de la Iglesia.
