Homilía de Monseñor Yanguas en la Misa Crismal

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Queridos hermanos sacerdotes, religiosas y religiosos, fieles laicos que conformamos el pueblo santo de Dios: saludo a todos con afecto en esta solemne ceremonia en que es consagrado el santo Crisma y se bendicen el Óleo de los enfermos y el Óleo de catecúmenos. Con el santo Crisma fuimos ungidos en el santo Bautismo, sellados con el sello del Espíritu en la Confirmación, ungidos en las manos los presbíteros y en la cabeza los Obispos, así como son ungidas las Iglesias y los altares en su dedicación. Con el Óleo de los catecúmenos, quienes se preparan para recibir el Bautismo reciben fuerza para vencer al diablo en las tentaciones y evitar los pecados, y son iluminados para discernir entre el bien y el mal. Los enfermos, ungidos con el Óleo de los enfermos son aliviados en sus dolores, confortados en su lucha contra el mal, y reciben el perdón de sus pecados.
Todos los miembros del pueblo de Dios, por el Bautismo y la Unción del Santo, somos constituidos como pueblo sacerdotal, capacitados para participar en el sacrificio de la Nueva Alianza, hechos sacerdotes para ofrecer a Dios el sacrificio de la propia vida que unimos al que Cristo realizó en la Cruz. Sacrificio de suave dolor, agradable a Dios Padre todopoderoso.
La Constitución Dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, dedica su segundo capítulo a tratar del Pueblo de Dios. Inicia con una afirmación rotunda que llena de esperanza y alegría a la vez. “En todo tiempo y en todo pueblo, dice, es agradable a Dios quien le teme y practica la justicia”. Con las mismas palabras lo había enseñado Pedro a un gentil, Cornelio, centurión de la cohorte Itálica, un no judío, un pagano pues, pero de quien dicen los Hechos de los Apóstoles que era hombre “piadoso y temeroso de Dios” (10, 2); el mismo Pedro, cuando llegó a la casa de Cornelio, dice de él que era un hombre que temía a Dios y practicaba la justicia y que quien era como él resultaba aceptable, agradable a Dios. Cornelio se presenta a sí mismo y a los de su casa, como personas deseosas de escuchar lo que el Señor había encargado a Pedro decirles. Piadosos, temerosos, ansiando conocer lo que Dios quiere de ellos.
El nuevo pueblo de Dios es la Iglesia, pueblo al que el Sumo Sacerdote Jesús ha librado de sus pecados con su sangre, lo ha hecho un reino sacerdotal para Dios su Padre. A ese pueblo pertenece, a él queda incorporado quien nace de nuevo, por un nuevo nacimiento, esta vez no de la carne, no de un germen corruptible, sino del agua y del Espíritu Santo en el Bautismo. Por eso la Iglesia desea que los niños sean incorporados cuanto antes por el Bautismo a ese pueblo de elección, el nuevo Pueblo santo de Dios, en el que están llamados a crecer y a vivir como discípulos de Cristo, de acuerdo con su privilegiada condición de hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Habitados por el Espíritu de Dios, el amor del Padre y del Hijo, han de tomar cada vez mayor conciencia de que sus vidas han de ser una respuesta al amor de Dios derramado en sus corazones, y han de procurar que ese mismo amor abunde en el corazón de quienes conviven con ellos.
La celebración de hoy pone de manifiesto la realidad de que los cristianos, todos, formamos un pueblo, el Pueblo de Dios. Cada acción litúrgica es acción de todo el Pueblo, de Cristo que es su cabeza y de la asamblea eclesial que recibe su unidad de la comunión del Espíritu Santo. Esta reunión, la comunidad cristiana que celebra, la asamblea santa, va más allá de las afinidades humanas, culturales y sociales. No somos un grupo de individuos entre los que no existen vínculos y estrechas relaciones, sino que estamos unidos mediante la acción litúrgica y expresamos nuestra condición de pueblo del Señor. Somos, a partir del Señor corresponsables activos del acontecimiento litúrgico. Cada vez que celebramos la Eucaristía, avivemos, pues, nuestra condición de ser parte del Pueblo de Dios, y preparémonos para encontrarnos con el Señor y ser un pueblo bien dispuesto.
Este es el nuevo Pueblo de Dios al que pertenecemos quienes hemos sido regenerados en el Bautismo como hijos de Dios y hermanos de Jesucristo y hemos sido ungidos con el Espíritu, recibiendo la misión de “dilatar más y mar el reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra” (Lumen gentium, n. 9). En estas palabras del Concilio queda perfectamente perfilada la identidad del cristiano y la tarea que Dios mismo le confía: renacidos en Cristo y ungidos por el Espíritu hemos de ofrecer cada día el sacrificio de una vida santa, uniéndolo al sacrificio del altar, para dar con ella y con la palabra testimonio vivo de Jesucristo.
En esta santa Misa Crismal que propiamente debe celebrarse en la mañana de Jueves Santo, día en que conmemoramos la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, los presbíteros, sacerdotes de segundo grado, renovamos las promesas que hicimos el día de nuestra ordenación. La rutina, el acostumbramiento, las faltas cotidianas fruto de la propia fragilidad, pueden causar una bajada de tensión en la vivencia del misterio de presencia y de misión que cada sacerdote encierra. No lo permitamos, con la gracia de Dios.
Estamos celebrando un Año jubilar en el que el Papa Francisco ha puesto a toda la Iglesia “en modo peregrinación”, para que se beneficie mayormente de la misericordia infinita de Dios que brota inagotable del Corazón de Cristo, y pueda derramar el amor recibido sobre los corazones necesitados de nuestros hermanos los hombres. Firmemente arraigado en ese amor estamos llamados a llenarnos de esperanza y a ser heraldos y sembradores de la misma.
Todos estamos llamados a una profunda renovación que supere pesimismos cansancios, decepciones, desánimos, tristezas, añoranzas, una renovación que no puede proceder sino de un reenamoramiento, de devolver frescura a la entrega hecha con entusiasmo un día más o menos lejano, reencendimiento de los corazones como el que experimentaron los discípulos de Emaús –¡a veces nos parecemos tanto a ellos!- cuando se decían uno al otro tras el reencuentro, de nuevo cautivador, con el Maestro: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32). De pronto el pábilo vacilante volvió a dar luz a los ojos, alegría a los corazones, ánimos para caminar, deseos de volver a la comunión con los discípulos.
En este contexto, en el ambiente creado en el camino de Emaús, formulo a vosotros sacerdotes y a mí mismo las preguntas rituales: “¿Queréis uniros y configuraros más fuertemente a Cristo reafirmando la promesa de cumplir los deberes sagrados asumidos el día de vuestra ordenación?” “¿Deseáis permanecer como fieles dispensadores de los misterios de Dios, principalmente con la Eucaristía diaria, la confesión, la predicación?”
Y a todos vosotros, fieles del Pueblo de Dios, os exhorto con la liturgia de hoy a orar por vuestros presbíteros para que sean ministros fieles de Jesucristo y os conduzcan a Él, “puerta de salvación”. Amén

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