Nos ocupamos esta semana del capítulo V y último de la Exhortación Apostólica Alegraos y regocijaos del Papa Francisco. La enseñanza del Pontífice nos recuerda aspectos fundamentales de la vida cristiana que los grandes maestros y guías espirituales han tenido siempre muy presentes.
Así, el Papa, siguiendo la predicación de Jesús, presenta la vida cristiana como un combate, una lucha que no se limita a algunos momentos concretos, sino que colorea o reviste de un cierto tono la vida entera (cfr. n. 158). En esta pelea sobrenatural, íntima y permanente, los enemigos están bien individuados: a) “el mundo y la mentalidad mundana, que nos engaña, nos atonta y nos vuelve mediocres sin compromiso y sin gozo”; b) la propia fragilidad y las inclinaciones desordenadas; c) el diablo, enemigo particularmente peligroso y engañador sutil. El Papa no tiene empacho en llamar a este último por su nombre. Está entre nosotros, dice, existe y actúa. Es imposible e imprudente negar su existencia: de él nos hablan las primeras y las últimas palabras de la Escritura; en el Padre Nuestro rezamos para que Dios nos libre de él, y el Apóstol invita a hacer frente a sus asechanzas. No se trata de “un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea”, dice el Papa (n. 160); es alguien bien real y concreto; el Malo, el Maligno, Satanás, el príncipe de este mundo, el padre de la mentira.
El cristiano conoce bien las armas para luchar y poder vencer en esta refriega: “la fe que se expresa en la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de la Santa Misa, la adoración eucarística, la reconciliación sacramental, las obras de caridad, la vida comunitaria, el empeño misionero” (n. 162). Junto a ellas, se requiere un espíritu que esté continuamente en estado de alerta, en permanente vigilancia, al que nos invita insistentemente Jesús, para no deslizarnos lenta y como imperceptiblemente de un estado de adormecimiento y de tibieza a una situación de insensibilidad, de ceguera y, a la postre, de corrupción y pecado permanente (cfr. nn. 164-165).
Los últimos números de la Exhortación los dedica el Papa al discernimiento, un concepto que le es particularmente grato y del que habla con frecuencia porque lo considera particularmente necesario. Por dos motivos: porque hoy todo termina pareciendo lícito, válido y bueno; y porque las posibilidades de elección son muchas y variadas las novedades que se presentan en la propia vida. Por eso es importante “la sabiduría del discernimiento” (n. 167). Es una verdadera gracia de Dios que se revela necesaria tanto en los momentos extraordinarios y cruciales de nuestra vida, como en las situaciones más corrientes y ordinarias. En virtud de esta gracia que llamamos discernimiento podemos reconocer “los tiempos de Dios y de su gracia” (n. 169), sus inspiraciones, y podemos “entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno” (n.170).
El don del discernimiento supone una actitud de escucha: del Señor, de los demás, de la realidad. Acoger la palabra que Dios nos dirige de modos muy variados, discernir su voluntad exige una actitud orante que nos hace disponibles para acoger una llamada que rompe seguridades, pero que nos lleva a una vida mejor (cfr.172).
Francisco recuerda, en fin, que crecer en la capacidad de discernir requiere “educarse en la paciencia de Dios y en sus tiempos, que nunca son los nuestros”. Hay que aprender a caminar al paso de Dios y a descubrir sus ritmos en la vida de los demás, para no dar paso ni a una angustiosa ansiedad ni a un cómoda languidez.
“Hace falta pedirle al Espíritu Santo que nos libere y que expulse ese miedo que nos lleva a vedarle su entrada en algunos aspectos de la propia vida. El que lo pide todo también lo da todo, y no quiere entrar en nosotros para mutilar o debilitar, sino para planificar” (cfr. 175).
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