Carta semanal Sr. Obispo: La pobreza de Jesús no fue algo retórico o estético, sino pobreza real, aunque revestida de dignidad

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Queridos diocesanos:

Jesús comienza su vida pública recorriendo las tierras de Galilea predicando, curando toda clase de enfermedades y arrojando espíritus inmundos. Después de la elección de los Doce, los Apóstoles, tiene lugar el así llamado “sermón de la llanura” (Lc 6, 17 y ss). Jesús dirige su enseñanza a oyentes muy diversos, venidos de toda Galilea, de Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y Sidón. Su discurso proclama bienaventuranzas y no oculta serias advertencias a sus oyentes, les da normas fundamentales de vida y les enseña con parábolas. Llegados a un punto les exhorta diciendo: “… haced el bien y prestad sin esperar nada…, sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso…; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros”.

El Señor invita a quienes le escuchan a que fijen su mirada en el modo de obrar del Padre celestial. Dios es “amor misericordioso, recuerda el Papa León, y su proyecto de amor (….), es ante todo su descenso y su venida entre nosotros para liberarnos de la esclavitud de los miedos, del pecado y del poder de la muerte” (Dilexi te, n. 16). Su amor misericordioso es el que le llevó a participar de nuestra condición humana, de nuestra pobreza, “a compartir los límites y fragilidades de nuestra naturaleza humana” (ibídem). Se hizo pobre por nosotros, compartió la suprema humillación de la cruz y nuestra pobreza más radical, la muerte. Es comprensible que este Dios nuestro que se compadece de la pobreza y de la debilidad de todos y cada uno de los hombres, “se preocupe particularmente de aquellos que son discriminados y oprimidos, pidiéndonos también a nosotros, su Iglesia, una opción firme y radical en favor de los más débiles (ibídem). Se entiende muy bien, por tanto, que la Iglesia hable, procure llevar a la práctica y hacer realidad en su propia vida y acción la opción preferencial de Dios por los pobres. Citando al Papa Francisco, León XIV precisa que esta preferencia “no indica nunca un exclusivismo o una discriminación hacia otros grupos” (ibídem). Son las madres quienes mejor imitan al Señor en esto. No es que amen más a uno que a otro de sus hijos. Es que saben que quien menos tiene, el menos agraciado por los dones de la naturaleza, necesita más atención, más cuidados, más desvelos…, más amor. El amor, igual para todos, sabe rellenar con mayor atención y cuidados las lagunas de la desigualdad.

La pobreza de Jesús no fue algo retórico o estético, sino pobreza real, aunque revestida de dignidad. Nació en condiciones humildes, hubo de huir a Egipto, ejerció un oficio poco brillante, calmó su hambre arrancando unas espigas, y llegó a decir que “las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza” (cfr. n. n. 19 y 20); al inicio de su predicación, Jesús se presentó como el Ungido por el Espíritu del Señor, enviado para evangelizar a los pobres. “Se presenta como aquel que viene a manifestar en el hoy de la historia la cercanía amorosa de Dios, que es ante todo obra de liberación para quienes son prisioneros del mal, para los débiles y los pobres” (n. 21); cura todo tipo de dolencia a los enfermos que le acerca la multitud y arroja los espíritus malignos. “Dios se acerca, Dios los ama… ya ninguno debe sentirse abandonado” (ibídem). Más aun, Jesús no duda en hacer de los pobres aquellos a quienes se dirige la primera de las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de los cielos”.

León XIV, a conclusión de esta parte de su Exhortación, dice a la Iglesia entera que “si quiere ser de Cristo, debe ser (…) una Iglesia que hace espacio a los pequeños y camina pobre con los pobres, un lugar en el que lo pobres tiene un sitio privilegiado”.

¡Feliz día del Señor!

 

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