Carta semanal del Sr. Obispo: “poner el belén” ha de ser un acto de fe en la Encarnación y una acción de gracias a Dios por enviarnos a Jesús, Salvador del mundo

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Queridos diocesanos:

Llegada la gran fiesta de la Inmaculada Concepción, la Purísima como es conocida en España, parece que los días pasan más rápidos acercándonos a las fiestas de la Navidad del Señor, esperadas y deseadas por todos, quizás, de manera especial, por los más pequeños y por los mayores con espíritu más sencillo. ¡El Señor está cerca!, es el grito con que la Iglesia aviva nuestro deseo de salvación y da voz al anhelo de toda la humanidad, porque, para todos, lo sepan o no, viene el Señor; por todos y para todos nace en Belén de una madre Virgen.

En muchos hogares cristianos, en el seno de asociaciones de diverso tipo e, incluso, en las sedes de instituciones oficiales, además de las parroquias, conventos, colegios, etc., se asiste en estos días al simpático trajín de la preparación del “Misterio”, del “Nacimiento”, “pesebre” o “Belén”, como se suele decir con expresión cuyo significado todos entendemos. Se diría que obedece al deseo de que cada lugar, cada familia, cada pueblo o ciudad se trasforme en “Belén”, casa del pan para todos, lugar donde solo caben la paz y la alegría, el entendimiento y la convivencia, la concordia y la comprensión, la solidaridad y el amor; el anhelo de que se nos conceda desde lo alto como don precioso lo que nos resulta imposible alcanzar solo con nuestros esfuerzos humanos. El nacimiento de Jesús, la Navidad, es así un canto al don, a la gratuidad, al amor de Dios derramado sobre nuestra tierra para que lo hagamos llegar a todos y todos lo vivamos.

Hay tradiciones que se repiten cada Navidad superando modas pasajeras, gustos puntuales o el afán de novedades. Entre ellas se cuenta, por ejemplo, la del árbol de Navidad que llena de luces nuestras casas y ciudades. ¡Y el “belén! Simpático, entrañable, humilde las más de las veces, otras verdaderas obras de arte, hecho de mil modos y con materiales muy diversos, que atrae las miradas de los niños que se preguntan por cada una de las figuras que lo componen, remueve en los recuerdos de los mayores personajes o historias de la infancia, y recuerda a todos la más bella verdad: que el amor de Dios es tan grande que ha querido abajarse hasta hacerse uno como nosotros.

Parece que el “belén” o “pesebre”, tal como lo conocemos hoy, se debe a San Francisco de Asís. El Santo solicitó del Papa el permiso para representar un “belén” o “nacimiento” viviente en una cueva del pueblo de Greccio, en la región italiana de Umbria. Con ello, como con los retablos de las iglesias, San Francisco quería “figurar” el nacimiento de Jesús y explicar el sentido de la Navidad a aquellas personas, entonces numerosas, que nos sabían leer ni escribir. Luego los seguidores de San Francisco extendieron esta práctica allí por donde fueron y, poco a poco, se fue universalizando y haciendo cada vez más popular. Hoy el “belén” está presente en multitud de hogares cristianos, haciendo así que, el de Navidad, sea el tiempo litúrgico más amable.

Hoy asistimos a algunos intentos, a diversos niveles, que querrían despojar estos días de Navidad de su esencial contenido religioso. Se diría que se pretende privarle de su alma y convertirlos, sin más, en unos días de fiesta, de vacación, privados del sentido original que les da “sentido y contenido”. Pero entonces, estas fiestas perderían su razón de ser, quedarían “aguadas” en el sentido más literal de la palabra: resultarían “incoloras, inodoras, insípidas y transparentes”, por más anuncios de colores y luces que iluminen nuestras calles y por más música neutra con que se quiera alegrar nuestras vidas.

Para nosotros, “poner el belén” ha de ser un acto de fe en la Encarnación y una acción de gracias a Dios por enviarnos a Jesús, Salvador del mundo.

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