Queridos diocesanos:
La muerte del Papa Francisco el pasado lunes de Pascua, 21 de abril, ha unido a todos los católicos en la oración por su eterno descanso junto a Dios. Los medios de comunicación, como se podía esperar, han ofrecido valoraciones dispares sobre las líneas maestras de su pontificado y sobre su relevancia y significado para la Iglesia católica y para la comunidad de las naciones. La diferencia de opiniones es fruto, unas veces, del enfoque de fe o no de quien las emite: es evidente que el punto de vista radical desde el que se contempla la actividad de un Papa condiciona la valoración de la misma. Quien vea en él un simple ser humano al frente de una institución meramente humana, guiado solo por sus propias luces y sostenido exclusivamente por una voluntad más o menos enérgica, juzgará su acción como Papa de manera necesariamente diversa a la de quien lo contempla a la luz de su más completa y compleja realidad. Otras veces, la diferencia de opiniones acerca de lo actuado por el Papa obedecerá a la idea que se tenga sobre la naturaleza de la misma Iglesia y del Pontífice.
Cuesta poco entender que cada Papa deja una huella personal en la historia de la Iglesia, que responde a su modo de ser, a su sensibilidad, a la educación humana y espiritual recibida, a la formación académica de la que es tributario, a las experiencias vitales, a las personas que han marcado su historia; pero, me permito decir, lo más importante en un Papa, no es tanto lo “personal” cuanto lo “institucional”: su poner rostro a Pedro en un momento de la historia, ser su sucesor como persona, ser el mismo Pedro como institución. Para un fiel católico “Pedro” es siempre aquel al que Cristo estableció como Vicario suyo, Cabeza y Pastor de toda la Iglesia, “con potestad plena, suprema y universal” sobre la misma. Forma con los demás Obispos el Colegio Episcopal, pero es igualmente Cabeza del mismo, dotado de poder primacial sobre todos, “tanto pastores como fieles”.
El papa, como es bien sabido, goza del don de la infalibilidad, cuando como supremo Pastor, enseña de forma definitiva la doctrina de fe y costumbres, confirmando en ellas a todos los fieles. En esos casos sus enseñanzas son irreformables ya que son proclamadas no como persona privada, sino como maestro supremo de la Iglesia, bajo la asistencia del Espíritu. Es en esta asistencia especial del Espíritu Santo donde encontramos la razón de su la infalibilidad, y donde encuentra su fundamento la autoridad de sus enseñanzas que piden “el religioso obsequio de la voluntad y del entendimiento”.
Con la muerte de Francisco, la Iglesia se dispone ahora recibir al nuevo Pontífice que continuará el servicio a la misma como su Cabeza visible y buen Pastor. Estos momentos son especialmente tiempo del Espíritu Santo. Él, a la luz de la concreta situación histórica por la que atraviesa la Iglesia hará madurar en los Cardenales electores reunidos en Cónclave la figura del Pontífice que se necesita en estos tiempos. Resultan necesarios, sin duda, los discursos humanos, el análisis, la reflexión acertada tanto sobre las circunstancias y exigencias del momento como sobre la persona más adecuada para llevar el timón de la barca de la Iglesia. Pero aún más necesaria resulta nuestra oración, la de toda la Iglesia, en este tiempo del Espíritu Santo, para que inspire a quienes tienen la grave responsabilidad de elegir al nuevo Papa y encuentren al candidato del Espíritu.
Mientras seguimos pidiendo por el eterno descanso del Papa Francisco, invito a todos a elevar nuestra oración a Dios nuestro Señor, para que guie a los Cardenales electores en sus tareas, y disponga a todos a recibir con fe a quien sea llamado a ser el sucesor de Pedro en nuestros días. Al margen de cualquier otra consideración, él será para nosotros el Papa, por quien ya rezamos y a quien ya respetamos y amamos.