Celebración de la Vigilia Pascual. La Iglesia pasa esta noche en vela a la espera de la Resurrección del Señor, cuando haya ya entrado el día después del sábado, el domingo, día del Señor como lo denominamos los cristianos, precisamente porque es el día del triunfo de Cristo sobre la muerte; día en que se abre una nueva esperanza para todo el mundo. En el combate sin tregua, en el duelo hasta la última sangre, entre el Hijo de Dios hecho hombre y el príncipe de este mundo, la victoria es del Siervo doliente que cumplió la voluntad del Padre hasta la muerte en Cruz.
Con la Resurrección de Jesús inicia una realidad nueva que está noche queda simbolizada en la luz del fuego nuevo, en la que ha sido encendido el cirio que recorre el templo disipando las tinieblas que lo envuelven y es elevada por tres veces mientras el sacerdote o el diácono exclama: ¡Luz de Cristo!, luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. ¿Podemos imaginar un mundo sin luz? ¿Toda la humanidad incapaz de ver? Terrible. Cristo es la luz que nos da acceso a un mundo nuevo, más real que el que ilumina la luz del sol.
Junto a la luz del fuego nuevo, el símbolo del agua, rodeada de adornos, de flores, nos habla de la vida nueva avivando en nosotros el recuerdo de nuestro bautismo, y nos hace participar en el gozo de nuestros hermanos que esta noche son bautizados. Todo nacimiento es momento de alegría: la muerte es motivo de tristeza, de lamento, de silencio. La vida, también la nueva vida del cristiano, la vida de Dios en nosotros, es motivo de gozo, de fiesta, de cánticos.
De ahí que el canto del ¡alleluia!, repetido una y mil veces, caracterice el tiempo pascual. Ha quedado suprimido durante toda la Cuaresma y ahora vuelve a resonar en todas nuestras Iglesias. ¡Cristo ha resucitado, alleluia! Lo cantamos antes del Evangelio y, al concluir la Misa, se despide a la asamblea con las acostumbradas palabras: Podéis ir en paz, a las que se añade ¡alleluia, alleluia!, invitando a los cristianos a alabar a Yahwéh con la propia vida.
En esta espera de la Resurrección, la Iglesia recorre algunas de las páginas más significativas del Antiguo Testamento que prefiguran la acción más maravillosa que Dios ha hecho con los hombres: la Resurrección de Jesucristo. Así, en primer lugar, hemos escuchado la narración de la creación, toda ella objeto del poder soberano de Dios, toda ella criatura de Dios, que el Señor deja en manos de los hombres otorgándole poder y dominio sobre todo ser viviente. En seguida, el relato que pone en evidencia la obediencia de Abrahán que no vacila en obedecer a Dios ni siquiera cuando el Señor le pide el sacrifico de su único hijo Isaac, prefigurando el sacrificio de Jesús en la Cruz. Después hemos rememorado la historia del paso del mar Rojo, acción con la que culmina la liberación de las tribus de Israel del poder de Egipto, viva imagen de la liberación del pecado y del poder del demonio realizada por Cristo. Esta noche pueden ser leídos otros textos del Antiguo Testamento alusivos a la Resurrección del Señor, entre ellos el del profeta Ezequiel que anuncia la nueva alianza que Dios establecerá con su pueblo.
Después, la liturgia de esta noche santa nos propone la lectura de un pasaje de la carta de san Pablo a los Romanos, centrada en el Bautismo que esta noche reciben los catecúmenos. Gracias al Bautismo somos sepultados en la muerte de Cristo, muertos al pecado, para resucitar a una vida nueva y comenzar una nueva existencia. Por ese sacramento se nos comunica la vida de Cristo, somos hechos hijos de Dios, quedamos incorporados a Él y entramos a formar pare de la Iglesia, la gran familia de los hijos de Dios. Hemos recibido una vida nueva y en coherencia con ella, debemos caminar también en novedad de vida.
El evangelio de san Mateo nos ofrece la narración de la Resurrección de Jesús y de las primeras apariciones a las mujeres: María Magdalena y la otra María. Sobre el testimonio de aquellas mujeres y del de los Apóstoles descansa nuestra fe en Cristo resucitado. El anuncio de la Resurrección viene de Dios: así lo pone de relieve el hecho de que los ángeles presentan un aspecto como de relámpago y que sus vestiduras fueran blancas como la nieve. Los mismos detalles que se dicen de Jesús en su transfiguración sobre el monte Tabor; pero la fe en el hecho más grande de la historia se apoya en un frágil testimonio, el de unos débiles discípulos y el de las mujeres, para subrayar de ese modo que la fe en un don de Dios, no una conquista o logro humano.
Buscáis a Jesús, dicen los ángeles a las mujeres, lo buscáis porque aquí lo pusisteis en la reciente tarde del viernes. ¡No está aquí!, es el sorprendente anuncio de los seres celestiales ¡Ha resucitado!, tal como lo había anunciado. “Venid y ved el sitio en el que yacía”. Después, “id a decirlo a los discípulos”. Así, breve y sencillamente, se nos cuenta el hecho más singular y trascendente de la historia de la humanidad. ¡No está aquí! Las dos mujeres han creído en las palabas del ángel, pues enseguida se ponen en movimiento y van corriendo, a comunicarlo a los discípulos. Jesús confirma su fe dejándose ver por ellas y confirmándolas en el encargo recibido de los ángeles: “decid a mis hermanos que vayan a Galilea; ¡allí me verán!”. Conmueve la expresión de Jesús: decid a mis hermanos. Nuestra relación con Jesús ha entrado en otra dimensión. La que inicia con el Bautismo que nos eleva a la condición de Hijos de Dios y por tanto hermanos de Jesús. Sus seguidores, quienes han acogido su palabra y la mantienen, son amigos de Jesús –“ya no os llamaré siervos, sino amigos”, dijo Jesús en la Ultima Cena, amigos y hermanos: esta es la nueva condición a la que nos eleva Jesús por el misterio de su pasión, muerte y resurrección.
En esta noche santa, pedimos a Dios con toda la Iglesia que el Espíritu de caridad, derramado en nuestros corazones, confirme en una nueva vida a quienes ha saciado con los sacramentos pascuales. Amén