Homilía del Sr. Obispo en la solemnidad del Corpus Christi

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Queridos sacerdotes concelebrantes, autoridades, representantes de Cáritas diocesana, Cofradía del Santísimo Sacramento y movimientos eucarísticos, Junta de Cofradías, fieles todos, reunidos por la fe en Cristo Eucaristía para celebrar con la mayor solemnidad posible este día en que la piedad cristiana fortalece su fe en este santísimo sacramento.

La oración Colecta que hemos rezado hace unos momentos nos ilustra acerca del misterio que celebramos: de una parte, es el memorial de la pasión, del sacrificio redentor que Cristo, Sumo Sacerdote, ofreció al Padre sobre la Cruz para el perdón de los pecados de los hombres; de otra, la Eucaristía es hoy venerada como un “misterio de presencia” de Dios entre los hombres.

La Iglesia dedica dos días a celebrar este misterio. El de Jueves Santo en que conmemora la institución de la Eucaristía la tarde noche antes de la Pascua, cuando Jesús, rodeado de sus Discípulos, instituyó el modo de hacer perennemente presente el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección. Es decir, aquel día el Señor instituyó la Misa, actualización del sacrificio ofrecido por Cristo una vez por todas para la salvación de los hombres. El sacrificio de su propio Cuerpo realizado en el Calvario se actualiza a lo largo del tiempo; hace presente aquel mismo sacrificio. No se trata, sabemos bien, de un recuerdo, de un gesto para mantener viva la memoria de un acontecimiento del pasado. El sacrificio de la Cruz es historia, pero es, a la vez, presencia. No se reconstruye una escena del pasado, ni se representa como una pieza de teatro, ni se recuerda simplemente como un hecho histórico. En la Misa tiene lugar ahora, sin derramamiento de sangre, sacramentalmente como enseña la Teología, lo mismo que aconteció en el calvario. Este es el gran misterio de la fe cristiana.

Hoy, día del Corpus fijamos nuestra atención, como he dicho, en la Eucaristía como “presencia viva” del Señor. Una presencia “real”, no virtual, que caracterizamos como “presencia por excelencia”: Cristo está presente realmente también en otras realidades, pero aquí lo está de un modo más excelente, con una presencia -cómo podríamos decir-, más intensa, más densa; su presencia en el Sacramento En la Eucaristía la presencia de Cristo es “verdadera”, no aparente; una presencia “substancial”, en cuanto que bajo las apariencias del pan y del vino se contiene el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Jesús.

Este es el misterio que nos sobrepasa infinitamente y que hoy adoramos con particulares muestras de respeto; sencillamente nos descubrimos, nos arrodillamos, desconcertados por el misterio; reconocemos así la maravilla de amor que tenemos ante los ojos. No conservamos un objeto particular de Cristo, unas cartas autógrafas, el relato exacto de sus enseñanzas y de sus milagros. ¡En la Eucaristía está Él mismo! Misterio de “presencia viva”, repito. Pan bajado del cielo que alimenta, renueva nuestras fuerzas para seguir caminando; presencia viva de alguien que acompaña, consuela, sostiene y comparte.

Misterio vivo de una presencia, porque quienes se quieren se buscan y desean la presencia, física si es posible: no son suficientes las noticias que podemos recibir de las personas amadas, ni las cartas, ni las llamadas de teléfono, ni los mensajes, ni siquiera nos satisface ver su rostro en la pantalla de un móvil: queremos presencia “real”.

Misterio que invita al asombro, al respeto, del que nos dan ejemplo los ángeles, los querubines que se cubren el rostro con sus alas, como reconociendo la infinita dignidad de Dios. ¡El respeto es fe! no es buena educación o urbanidad; es reconocimiento de estar ante algo que nos supera por entero. Es el respeto al que nos obliga saber que la Eucaristía no es sin más un educado gesto social que se agradece, una comida de amigos, un encuentro entre afines: es mucho más, es la participación en un sacrificio de comunión con Dios y, por eso, también con los hermanos, hijos de Dios como nosotros, para el que disponemos nuestra alma acercándonos a él en gracia de Dios, en amistad con él; no de cualquier manera, sino con la preparación necesaria. Es pan de vida para los vivos; para quien no tuviera la vida de la gracia no es fármaco de vida, sino veneno letal. Y nos disponemos también en nuestro cuerpo, como quien sabe dónde está y en que divino misterio participa; conciencia que tiene sus naturales exigencias, sus “incomodidades”, lo que podríamos llamar exigencias de “etiqueta” que son respeto, fe, cariño, el modo de expresar, de hacer visible la fe y la piedad, invisibles en sí mismas.

En nuestros pueblos y ciudades, la procesión con el Santísimo Sacramento en la solemnidad del Corpus es una “explosión de fe”, una fe que rebosa hacia fuera, que se resiste a quedar contenida en los estrechos límites del propio corazón. Las riquísimas custodias, las andas, las luces, los cantos, la música, los vestidos, las flores, el incienso, los pétalos que los niños de la primera Comunión estrellan alegres en la custodia, son expresiones en las que toma forma la fe. Es un modo de hacerla visible. Participemos en ella con alegría, con el deseo sobre todo de que el Señor bendiga nuestra ciudad y sus gentes, e impulse a todos a que la fe informe nuestro acontecer diario.

La Sgda. Eucaristía nos recuerda siempre, en fin, que es pan divino que se comparte. No es pan que sacie nuestras hambres, mientras asistimos indiferentes a las que sufren, de tantos tipos diversos, otras personas. Compartir la comida es acto de generosidad, es crear amistad. “Mientras haya personas, hay esperanza”, reza el lema de la Iglesia en España para este día de la Caridad. Decir persona es hablar de corazón abierto, de vínculos, de manos unidas, de reconocer al otro como prójimo, otro yo, de reconocerse en él, de alegrarse con su presencia. Algo difícil y transformador. Pidamos en este día de la Caridad sabiduría para que quienes gobiernan las naciones, encuentren caminos de paz, justa y solidaria, para este mundo que Dios ha creado para todos y en el que cada uno tiene su propio lugar. Amén.

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