Homilía del Sr. Obispo en la Ordenación sacerdotal y diaconal de Moisés y Pablo

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De nuevo y con gran alegría, la Iglesia diocesana -fieles laicos, religiosas, sacerdotes-, se reúne, presidida por el Obispo, su cabeza, para celebrar el sacramento de la fe, la Sagrada Eucaristía, en la que recibirá el sacramento del Orden sagrado en su grado de presbítero nuestro hermano Moisés, mientras que Pablo lo recibirá en su grado inferior, el diaconado. Felicidades anticipadas, queridos Moisés y Pablo, felicitación que se extiende a toda la comunidad cristiana, a vuestros padres, hermanos, familiares, amigos, profesores, formadores del seminario, a vuestros, hasta ahora, compañeros seminaristas, a los fieles de las parroquias a las que habéis servido a lo largo de estos últimos años. Gracias a Dios por el don de la vocación de nuestros hermanos y por la gracia de su fiel perseverancia que los ha traído hasta este momento. Damos gracias Dios, a quien hoy pedimos de manera especial siga regalándonos nuevas y más numerosas vocaciones. La vocación sacerdotal es ciertamente llamada de Dios, pero tiene signos o indicios visibles: las cualidades, humanas y sobrenaturales, necesarias, y la llamada de la Iglesia. Pero resulta indispensable la disponibilidad personal, ese decir a Dios: ¡aquí estoy, para hacer tu voluntad! La Iglesia necesita que cada cristiano responda a la vocación divina que ha recibido. Y necesita también vocaciones sacerdotales; las pedimos hoy intensamente al Señor porque son necesarias para que florezca más y más la santidad en el pueblo de Dios y la buena Nueva del Evangelio llegue a todos los rincones y al corazón de todos, hombres y mujeres, nuestros contemporáneos.
Porque de esto se trata, de que de cada uno se apropie las palabras que hemos escuchado en la primera lectura del profeta Isaías. Cada uno de los bautizados deberíamos poder repetir con hondo convencimiento: El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido el Señor y me enviado para llevar la buena noticia a los que sufren, vendar los corazones desgarrados y proclamar la libertad a los prisioneros; para consolar a los afligidos, cambiar su ceniza en corona, su traje de luto en perfume de fiesta, su abatimiento en cánticos. Ungidos por Dios para ser unción de las gentes, de todos. Sellados por el Espíritu Santo hemos de volver una y otra vez, al centro, a lo profundo del alma donde el Espíritu nos ha marcado en el Bautismo y la Confirmación, y vuelve a hacerlo de una manera nueva y distinta con la unción sacerdotal. Bajar o “entrar” en el propio corazón cada día, el lugar en el que habla Dios, en el que se entabla al diálogo fecundo de la oración. Es la “oración en el huerto”, la oración abierta a toda la humanidad, comenzando por los más cercanos. En el corazón habla Dios con palabras o con silencios, con reproches o con palabra de aliento. Bajar, “entrar” en el propio corazón, implorando al Señor que nos dé un corazón como el suyo, bueno, benigno, misericordioso, afable; un corazón compasivo, misericordioso, cuyo latido, como el de Cristo, alcance todo sufrimiento, toda carencia toda pobreza, todo dolor, toda soledad, toda adversidad. Queridos Moisés y Pablo, dejad que el rocío del Espíritu Santo bañe lo más hondo de vuestras almas, para que podáis ser “enviados” que dan esperanza que llena de fuerza y consuelo; esperanza a los que sufren las consecuencias de los pecados, están cautivos de sus pasiones, abatidos por el dolor, el sufrimiento o la desgracia. El profeta os invita, e invita a todos, a consolar al afligido, a cambiar la ceniza en corona, el luto en vestido y perfume de fiesta, la tristeza en cántico de alegría. Como recordaba el Papa León XIV el pasado 24 de este mismo mes a quienes se preparan para el sacerdocio: estáis “llamados a dar testimonio de la gratitud y de la gratuidad de Cristo, del júbilo y la alegría, de la ternura y la misericordia de su Corazón”.
San Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado nos recuerda que estamos llamados a “servir a la unidad de la Iglesia”: servidores de la unidad, de la comunión. La vocación de los cristianos es la de ser una sola cosa con Cristo, y en Él una sola cosa con el Padre y el Espíritu Santo. Como dice el lema del papa León XIV: “En un solo Cristo, somos uno”. Es lo que decía san Pablo a los Gálatas: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (3, 27-28). Por eso estamos llamados a dar testimonio de unidad, de unidad que acoge y abraza toda legítima diversidad, diversidad que es riqueza que Dios mismo ha dado a su Iglesia al repartir a cada uno sus dones según su voluntad. Todos formando una única Iglesia, unidos por la misma fe que hemos recibido y debemos trasmitir, de “entregar” como un precioso legado a los que vengan detrás de nosotros; unidos por la misma celebración de los misterios de la fe, que se diversifica y expresa en la pluralidad de sus ritos; unidos por el mismo amor de Dios que se manifiesta en el cumplimiento de los mandamientos del Señor, según la enseñanza de san Juan: “el que me ama guardará mis mandamientos”.
Estrechamente unidos en la riqueza de los distintos dones daremos testimonio al mundo del Dios Uno en esencia y Trino en personas. La unidad, la comunión, debe ser una pasión de vuestras vidas, queridos Moisés y Pablo, para hacer realidad la oración de Jesús: “Que todos sean uno”. En la familia de los hijos de Dios, lo que es de uno es de todos, y la riqueza de todos es parte de la riqueza de cada uno. La iglesia se enriquece con todos los carismas individuales o de grupo; pero no caben en ella particularismos que rompen la unidad, ni exclusivismos caprichosos que miran con recelo toda diferencia y la sospechan como ruptura de la unidad; ni son admisibles los supremacismos de quienes se consideran, sin razón, superiores a los demás: Toda diversidad debe quedar “recogida”, aunada bajo el principio paulino: “Un solo Señor, una fe, un bautismo, un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo y lo invade todo”. La Iglesia de Cristo es, una y al mismo tiempo católica, una y variada, una y plural, en una equilibrada tensión que solo el amor de Dios, el Espíritu Santo, sabe y puede mantener, bajo la guía de Pedro, primero de los Apóstoles.
En el evangelio de Juan se nos ha propuesto una página del discurso de Jesús a sus discípulos en la Última Cena. En ella se nos habla de algo que no podíamos siquiera sospechar: el amor infinito de Cristo por nosotros: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”. Reconoced mi amor, descubridlo y “permaneced” en él. Queridos ordenandod, la santidad no es flor de un día, fruto de un ímpetu pasajero, emoción que embriaga pero que se desvanece en seguida. La santidad es fidelidad, constancia, perseverancia. Fidelidad al amor de Dios que hemos recibido, del que hemos sido objeto y al que hemos de corresponder; amor que pide abandono de una vida cómoda para vivir vida enamorada, es decir una existencia entregada a Dios y a los demás. “Nadie tiene a mor más grande que el que da la vida por sus amigos”. “Dar la vida”: lema, meta, para una existencia sacerdotal plena, lograda. No hay otro camino. En la primera encíclica de Francisco hay unas palabras a las que es bueno volver con frecuencia. Con ellas nos previene frente a la “preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de la propia identidad” (Evangelii gaudium, 78). La evangelización no es solo ni principalmente cuestión de mejor organización – aun siendo conveniente- ni de planes bien elaborados en una mesa de trabajo –que serán siempre oportunos-, es cuestión y tarea para personas –sacerdotes, religiosos y laicos- transformadas por Dios, cuyo fin último es anunciar el amor de Dios a los hombres, siendo ellos mismos personas identificadas con la misión evangelizadora: “felices con lo que son y con lo que hacen”. Así es más fácil renovar cada día la entrega, haciendo de ella antídoto eficaz contra todo desánimo.
Queridos ordenandos, vale la pena ser sacerdote, darse del todo, seguros de que Dios se os entregará del todo y la comunidad cristiana será partícipe de la alegría que Cristo nos da: “os he hablado de esto para que mi alegría esté con vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”. Y no olvidéis nunca que María, a quien hoy veneramos en la memoria litúrgica de su Inmaculado Corazón, es “causa de nuestra alegría”. Amén.

 

 

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