Justamente dos domingos después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el evangelio de este domingo nos presenta la sombra de la cruz. Nos situamos frente a un texto clave en el evangelio de Marcos. Y este texto a su vez nos sitúa a todos los que hemos decidido seguir a Jesús frente a una pregunta ineludible: ¿Quién decís vosotros que soy yo? Es la misma pregunta que Jesús hizo a sus discípulos. Pedro respondió. Y tú, ¿qué respondes?
Si leemos el evangelio de Marcos seguido, nos daremos cuenta que durante los primeros ocho capítulos han ido apareciendo diferentes respuestas ante Jesús. Ha habido gente que ha decidido acabar con él porque les molesta (autoridades religiosas); hay gente que lo sigue por curiosidad, porque es un personaje de moda, del que se habla mucho y que tiene cierto poder de atracción (las masas de gente sin rostro); hay personas que lo siguen porque ven en él un hombre tocado por Dios y que lo consideran un profeta que habla y actúa en nombre del Dios de Israel; hay gente, como sus paisanos de Nazaret, que no aceptan que alguien conocido por ellos, alguien que se ha criado a su lado, apunte tan alto y hable con una autoridad desconocida… Y hay gente que ha seguido a Jesús más de cerca, que ha estado con él compartiendo días y noches, triunfos y fracasos, alegrías y tristezas… y, por eso, pueden dar una respuesta más acertada sobre su verdadera identidad. Así le sucede a Pedro, quien junto a sus compañeros fue elegido para estar con Jesús y continuar su misión. Han estado con él y, por eso, lo conocen mejor. Se han dado cuenta que es el esperado de Dios, el Mesías.
Pero aun así, Pedro corre el peligro de no acertar del todo, de hacerse una imagen equivocada de Jesús. Él, como muchos de su tiempo, imaginaba un Mesías político, con poder militar, a imagen del gran rey David, del cual se aguardaba que naciera el Mesías. Se podrían hacer el siguiente razonamiento: si es descendiente de David, será como él (rey, conquistador, militar de éxito, capaz de vencer a los opresores del pueblo…). Y así pasa. Tal y como muestra el consiguiente comportamiento de Pedro, éste tiene una imagen parcial de Jesús. Jesús es el Mesías, pero lo es, tal como titula Enzo Bianchi su comentario al evangelio, un Mesías al contrario.
La primera lectura nos permite descubrir otro tipo de hombre de Dios que es la que Jesús eligió para vivir su mesianismo. La liturgia nos ofrece el tercer canto o poema del Siervo de Yahvé. Esta figura enigmática que dibuja el profeta Isaías ayudó a los primeros cristianos a comprender el estilo y, sobre todo, el final de la vida de Jesús. La misión que tienen que llevar a cabo Jesús y el Siervo de Yahvé muestra dos aspectos: por un lado, ambos confían en el Señor, porque éste les abrió el oído, les permitió comprender su voluntad (salvar al pueblo), y en el Señor encontraron toda la ayuda necesaria para llevarla a cabo.
Como a Pedro, Jesús nos pide que ocupemos el lugar del discípulo. El discípulo no le marca ni el paso ni el camino al Maestro. El único Maestro es Jesús y él nos ha marcado un camino claro:
- negarse a sí mismo: ponerse en el centro uno mismo, ser egoísta, nos impide comprender el proyecto de Dios que quiere que todos sean importantes y no quede nadie fuera;
- cargar con la cruz, la cruz que Dios nunca envía, la cruz que te ponen los hombres y mujeres que cometen la injusticia, que no quieren que su mal sea denunciado y descubierto.
- gastar la vida por Jesús y por el Evangelio, como lo hizo Jesús, desde el servicio, la entrega sin reservas, desde el amor hecho perdón, palabra de aliento, mano tendida, caricia, ternura, denuncia del mal y de la injusticia…
Ésta es, pues, la gran cuestión que hoy y siempre se nos plantea: ¿quién es para ti ese Jesús del que te sientes discípulo? De esta pregunta se desprenden otras: ¿Lo sigues por el camino que él nos propone: servir, perdonar, no ser egoístas, ser humildes…? ¿O, por el contrario, prefieres, como Pedro, ponerte delante y marcarle el camino, el estilo y el ritmo a Jesús?
Que la participación en la Eucaristía, mesa que es signo de reconciliación y vínculo entre hermanos, nos ayude a ir haciendo nuestras las actitudes de Jesús, las que él quiso transmitirnos en la Última Cena partiendo y repartiendo su vida hecha pan, su alegría convertida en vino, y lavándo los pies a los suyos.