Carta semanal del Sr. Obispo: Rezar por los difuntos

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Queridos diocesanos:

Nos hallamos ya inmersos en el mes de noviembre, mes en el que sentimos más cercanos, si cabe, a nuestros familiares y amigos difuntos. Es un mes, por eso, teñido de nostalgia. Al mismo tiempo, el pensamiento de la muerte nos hace experimentar la fragilidad de la propia vida. Para quien no tiene fe no es este ciertamente el pensamiento más agradable. Pero para todos es un pensamiento saludable y necesario; nos sitúa ante una evidencia, la de que todos hemos de morir; a todos “nos pone en nuestro lugar”.  Y es que la muerte es parte de nuestra verdad, de la realidad de todo hombre, que hemos de mirar a la cara. Es inútil, darle la espalda, no tenerla en cuenta; y no parece inteligente ni negarla ni despreciarla, ni hacer como si no tuviera que ver con cada uno. El pensamiento de la muerte nos obliga a un acto de realismo, e incita a un sano y prudente relativismo que, en el fondo, no hace más que atribuir a cada cosa su justo valor; además, facilita una serena visión de la realidad sin dramatismos tremendistas ni actitudes superficiales e inconscientes. Nos invita, sobre todo, a valorar el tiempo que Dios nos concede, a aprovecharlo, haciendo fructificar en favor de los demás los talentos recibidos.

No, el pensamiento de la muerte no resulta agradable para quien juzga que la vida es un inexorable aproximarse a la muerte; que esta representa el final, y que lo que importa es exprimirla para obtener el máximo de placer durante el mayor tiempo posible. Es fácil entender la tristeza que, se admita o no, debe anidar en el fondo del alma de quien así piensa. Para el cristiano, en cambio -lo enseña la fe-, la muerte es la puerta que hay que atravesar para tener acceso a la vida que ya no acabará nunca; el momento, siempre cercano, por más que tarde en llegar, en que acabará el tiempo de la prueba; el final de un camino que termina, debe terminar, en los brazos de un Dios, buscado y deseado.

Por eso, los cristianos celebramos la muerte; no porque seamos insensibles al dolor que provoca la pérdida de un ser querido, sino porque nos permite el acceso a la vida plena, al logro de los anhelos más profundos, el fin del tiempo de la lucha y del esfuerzo, de la tentación y de la prueba, y el comienzo de la bienaventuranza eterna. La obscuridad de la muerte da paso a la luz sin fin de la nueva vida.

Noviembre es el mes de los difuntos, un tiempo en el que los cristianos pedimos de manera particular por los fieles difuntos que, mientras son purificados de las “reliquias” de sus pecados en el purgatorio, aguardan, seguros en su esperanza, el “paso” a la bienaventuranza eterna. El Catecismo de la Iglesia Católica precisa, en efecto, que el fin de esa purificación es “obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (n. 1030). De ahí que rezar por los difuntos sea una exquisita obra de misericordia.

Por su parte, el Concilio Vaticano II propuso de nuevo la doctrina enseñada en anteriores Concilios, y dijo recibir “con gran piedad la venerable fe de nuestros mayores acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que se hallan en la gloria celeste o que aún están purificándose después de la muerte” (Lumen Gentium, 51). Gracias a ese “consorcio vital”, la Iglesia que peregrina todavía en este mundo puede ayudar para que se abrevie el tiempo de la purificación de los fieles difuntos, purificación que la tradición denomina “purgatorio”. Unidos por la comunión de los santos, los fieles cristianos auxiliamos a nuestros hermanos difuntos con nuestras oraciones y sacrificios, con la limosna y las indulgencias que podemos ganar en su favor. Como dice la Escritura Santa es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos. El pueblo cristiano lo ha hecho siempre, ofreciendo en su favor lo más preciado que tiene, la Santa Misa. Ojalá mantengamos viva esta saludable tradición.

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