Queridos diocesanos:
Una de las más bellas tradiciones de la Navidad cristiana es la del “belén”. Niños y mayores alrededor de una mesa cubierta de musgo; trazando caminos; abriendo cauces para los ríos; asentando casas; distribuyendo aquí y allí los personajes del pueblo; situando las luces de colores; colocando con mimo el “portal” que cobija al Niño-Dios recién nacido, con María y a José que lo miran extasiados, flanqueados los tres por el buey y la mula, mientras los ángeles cantan suspendidos sobre la humilde habitación; los pastores que se acercan con sus regalos y los Reyes Magos que asoman apenas por el horizonte.
Son momentos en los que las dura realidad de este mundo y de nuestras vidas parece resetearse y adquirir un aspecto nuevo, más natural y genuino, más sincero y auténtico, más esperanzado. Mientras se prepara el “belén”, vemos como nuestros corazones son invadidos por una serenidad raramente experimentada y van renaciendo en nosotros, aunque no sea más que por unas horas, nuevos sentimientos de paz; las divisiones y los odios, las envidias y las rencillas parecen alejarse como los nubarrones de una tormenta; nos sentimos más familia con los nuestros y más cercanos a todos.
La alegría es seguramente la disposición del alma que acompaña esos momentos, sencillos y entrañables a la vez. Y no es de extrañar, pues la alegría acompaña a la esperanza y aún más a la posesión del bien deseado, produciendo felicidad y bienestar profundo. Si el bien alcanzado o solo prometido es causa de gozo y alegría, cuanto mayor sea el bien más hondos y plenos serán el gozo y la satisfacción que produce. Y en la Navidad el don que se regala a la humanidad es, nada menos, que el mismo Dios hecho hombre; aquel que esperamos que nos salve, viene hasta nosotros en la forma de un Niño “puesto” sobre un humilde pesebre, para que todos puedan acogerlo sin los miedos y temores que su poder divino podría causarnos. Desde el pesebre, todos los hombres somos invitados a la felicidad infinita que nos ofrece Dios. ¡Atrevámonos a creer en las cosas estupendas que Dios quiere obrar en nosotros!¡Dejémonos atraer por la singular “grandeza” del Niño-Dios!¡No tengamos vergüenza de reconocer que en Él está nuestra salvación y felicidad!¡No las rechacemos, orgullosos, porque si lo hacemos los hombres no encontraremos ya nada capaz de hacernos felices!
Con fecha de 1 de diciembre, el Papa Francisco acaba de escribirnos una bella Carta Apostólica con el título: “Sobre el significado y el valor del belén”. Con ella desea “alentar la hermosa tradición de nuestras familias que en los días previos a la Navidad preparan el belén, como también la costumbre de ponerlo en los lugares de trabajo, en las escuelas, en los hospitales, en las cárceles, en las plazas…”, pues constituye un modo de “anunciar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios con sencillez y alegría”.
Invito a todos a leer la Carta con detenimiento. La encontraréis fácilmente en Internet tecleando las palabras de su título. Al hilo de su lectura descubriremos el significado de los diversos elementos y personajes de nuestros “belenes” y nos impregnaremos de su espíritu, de la novedad que representa Jesús que viene para “devolver a nuestra vida y al mundo su esplendor original»; aprenderemos que, como los pastores, son “los más humildes y los más pobres quienes saben acoger el acontecimiento de la encarnación”; María nos enseñará su testimonio de “abandono en la fe a la voluntad de Dios” y José, hombre justo, el de la inquebrantable confianza en la voluntad de Dios; y los Reyes Magos, “sedientos de lo infinito”, nos harán ver lo absurdo de cualquier intento de “autoedificación” del hombre.
Pongamos, pues, nuestros “belenes”, colguemos de nuestros balcones la imagen bendita del Niño-Dios,y abrámonos a la luz que brota del “portal”, seguros de que su contemplación nos enseñará a amar al hacernos ver y tocar la benignidad de Dios.