Queridos hermanos: un cordial y fraterno saludo en este día de la Iglesia; un saludo especial para los miembros de la Acción Católica y de los diversos movimientos apostólicos. Que el Espíritu Santo nos renueve y siga alentándonos en nuestro empeño evangelizador.
Solemnidad de Pentecostés, una de las grandes fiestas del calendario cristiano, junto con las de Navidad, Epifanía, Resurrección y Ascensión. La de hoy cierra las celebraciones de las fiestas pascuales, para dar paso a lo que llamamos tiempo ordinario. Pentecostés es un acontecimiento histórico que tuvo lugar cincuenta días después de la Resurrección del Señor. La comunidad de los discípulos vivía momentos de temor, quizás de una cierta incertidumbre origen de ese mismo temor; pero, a la vez, sus corazones rebosaban esperanza. No acababan de tener una fe recia; tenían miedo de los judíos, Tenían bien cerradas las puertas del cenáculo donde estaban de nuevo reunidos. Esa mezcla de miedo y esperanza tan propia de los hombres. Una fe endeble que no acaba de fiarse de Dios, de abandonarse en sus manos, como si necesitásemos más seguridades que buscamos, en vano, fuera de Él. Y eso que María hacía ya de Madre. Los había reunido, los confortaba oraba con ellos. Pero todavía quedaba en ellos como una sombra de duda.
De improviso, escuchan un gran estruendo como venido del cielo. Lo recuerdan muy fuerte, casi violento, una suerte de huracán que llena toda la casa (“la casa de la Eucaristía”) que parece disipar la bruma de sus últimas dudas. Y ven cómo unas lenguas de fuego se posan sobre sus cabezas. Y el autor de los Hechos de los Apóstoles concluye la descripción de la misteriosa escena diciendo: “Y todos se llenaros de Espíritu Santo”. Se llenaron de Dios, del amor de Dios
Fue como una nueva creación. De manera semejante a como Dios infundió su Espíritu en el cuerpo de Adán, formado por sus manos, así Dios nuestro Señor exhaló su Espíritu sobre el grupo de los discípulos y dio vida a la Iglesia. Ya Jesús, sobre la Cruz, había exhalado su Espíritu sobre la humanidad, cumpliendo la obra de la Redención del género humano. Ahora el Padre y el Hijo envían su Espíritu y nace el Cuerpo Místico de Cristo.
Han acudido a Jerusalén judíos de todas partes, de “todos los pueblos que hay bajo el cielo”. De alguna manera está reunido en Jerusalén todo el mundo, todos los pueblos, enumerados cuidadosamente. Los que estaban dispersos por el mundo se reúnen en Jerusalén. Escuchan la primera predicación apostólica y cada uno los entiende en su propia lengua: todos les oían hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua. Todos les entienden.
La Iglesia irrumpe en el mundo con la fuerza del Espíritu Santo. No necesitan más los Apóstoles. Quienes les escuchan se convierten a millares. Como dirá más tarde Pablo, no hablan con sabiduría humana: “(…) mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu” (1 Co 2, 4). No necesitan más: no precisan de una oratoria brillante, de palabras elocuentes, de argumentos que persuaden y que fuerzan a la fe. Sus oyentes llegan a ella movidos por el poder del Espíritu, no por el que poseen las palabras y razones humanas. La fe es una demostración del poder del Espíritu; nuestra fe, la fe de la gente no depende de la sabiduría humana, para que nadie pueda llenarse de soberbia. La fe es fruto último de la acción del Espíritu Santo. Confianza total en su poder, humildad para sabernos instrumentos, más bien ineptos, que ponen toda su esperanza en la acción de Dios, no en los medios, necesarios por otro lado, que hemos de poner.
Nace la Iglesia, se pone en marcha con una fuerza arrolladora, como un alud, como una pequeña semilla llamada a crecer por la fuerza del Espíritu que la anima sin interrupción. El Espíritu derramado en el Bautismo en nuestros corazones, que consolida su presencia en la Confirmación, impulsa a los cristianos para continuar la misión de Cristo en el mundo. Él nos congrega en la unidad, en una misma fe, en un mismo Espíritu, y da a su Iglesia innumerables dones y carismas para que todos podamos vivir una vida nueva de cristianos, y seamos capaces de cumplir la misma misión de Cristo. Una sola Iglesia enriquecida con multitud de carismas, una misma vocación cristiana –ser otros Cristos- y una misma misión: instaurar en las almas y en la sociedad el reino de Cristo, un reino de santidad y de gracia, de amor y de paz.
Todos formamos la Iglesia “una”, el cuerpo místico de Cristo, vid en la que todos los pueblos están llamado a injertarse. Todos uno, una sola cosa, en el que es uno con el Padre y el Hijo. Una Iglesia que no quiere otra cosa, sino que todos los hombres se reconcilien con Dios y entre sí; que anuncia la salvación, y el perdón de los pecados gracias al poder concedido por el mismos Jesús, y pone los fundamentos para la paz en el mundo. Paz que nace sí, de la justicia, pero que sería imperfecta si se limitara a ella, porque necesita la plenitud del amor.
Queridos hermanos, hemos se sentir la responsabilidad de ser Iglesia. Cada uno tiene su puesto en ella. En y desde ese lugar realizamos la misión que ella ha recibido. Nadie puede desentenderse. Todos necesarios; con todos cuenta Dios. No caben siervos holgazanes, perezosos, que guardan para sí los denarios recibidos, pocos o muchos. Los hemos recibido para hacer participar de ellos a muchos. La vida se tiene para darla, para entregarla, para amar. Solo dándola por amor, viviendo en plenitud la propia vocación formando una familia, llevando una vida consagrada a Dios en celibato, o sirviendo a Dios y al pueblo cristiano en el ministerio sagrado, solo viviéndola en plenitud seremos felices.
Pidamos que el Espíritu descienda hoy con la abundancia de sus dones sobre cada uno y sobre toda la Iglesia, para que viva con el fervor de los primeros momentos, reciba nuevo impulso para llevar la Buena Nueva a todo el mundo y trasforme nuestra vida para ser “testigos de la verdad”. Amén
