Homilía de Monseñor José Mª Yanguas en la Misa Funeral por el Papa Francisco

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Queridos Hermanos:
Apenas iniciado el tiempo de Pascua, cuando despertaba el lunes pasado, recibíamos escueta, la noticia: ¡el Papa ha muerto! No era inesperada, después de las graves crisis experimentadas por la salud del Papa en las semanas pasadas. Pero el anuncio de la muerte acaecida, aunque sea de algún modo prevista y temida, siempre sacude como una descarga eléctrica. ¡El Papa ha muerto!, noticia recibida casi sin comentario, con, a lo sumo, un ¿a qué hora? Los comentarios se sucedían en un segundo momento como la noticia de los particulares de su muerte.
¡Ha muerto el Papa! Su anuncio pudo ser escuchado por alguno como la noticia de un sucedido, que no toca ni afecta personalmente; se registra sin más la noticia del hecho. Pero la noticia de la muerte puede ser la de alguien a quien conocíamos tanto la persona que la da como uno mismo que la recibe. No nos resulta lejana: se refiere a la persona que fue, por ejemplo, nuestro maestro, nuestro párroco, un compañero de curso… Y cuando se trata de la muerte de un ser querido como la propia madre, o un amigo del alma, o alguien muy apreciado, comunicamos la noticia con un: “se me ha muerto la madre”, por ejemplo. Con ese se me ha muerto, se nos ha muerto, comunicamos algo más que un hecho, un mero acontecimiento. Con esa expresión estamos informando de que aquella persona significaba mucho en nuestra vida, que era algo de nosotros mismos, alguien “con quien tanto queríamos”.
Perdonadme estas primeras consideraciones, , pero que expresan en buena medida lo que quiero decir esa tarde. Los cristianos que participamos la misma fe podemos decir, sin duda, que se nos ha muerto el Papa. ¡EL Papa! No Francisco, Benedicto, Juan Pablo; no Jorge Mario, Joseph, Karol. ¡El Papa!: da casi igual quien lo sea en concreto. Como cuando decimos a otro: se me ha muerto mi madre. No necesitamos conocer su nombre ni su historia ni sus virtudes, ni sus cualidades, ni sus méritos, para saber lo que pasa en el corazón de un hijo cuando muere su madre.
Ha muerto, se nos ha muerto, sencillamente, el Papa. Cuando leía estos días entrevistas a distintos personajes con sus intentos de desvelar el significado histórico, eclesial, social que acompaña la figura de Francisco; sus aportaciones a la vida de la Iglesia, a su pastoral, a la convivencia de los pueblos, a las personas singulares, pensaba: ¡gracias, muy bien! Pero a nosotros cristianos, adheridos a Cristo por la fe, unidos por el amor del Espíritu Santo, que caminamos hacia la plenitud de la vida en la casa del Padre, a nosotros, miembros de su Cuerpo, que tiene a Pedro como la roca sobre la cual ha querido edificar su Iglesia, dice más la sencilla frase: ¡se nos ha muerto el Papa! Es lo que nos convoca esta tarde en esta santa Iglesia Catedral en torno al altar, unidos en la memoria agradecida y en la oración por el Papa difunto. El Papa, aquel que la Iglesia llamaba Pedro hace más de veinte siglos; y luego Lino, Cleto, Clemente, y más tarde, León Gregorio, Juan, Pío, y recientemente Juan Pablo, Benedicto, Francisco. ¡El Papa, su Cabeza y servidor!
Al preparar estas palabas, me venía a la mente la escena, familiar, entrañable, cálida de la comunidad cristiana reunida en oración por Pedro que está en prisión. Toda, fundida en un solo corazón y una sola alma, reunida en el mismo lugar, con una y la misma oración; la Iglesia naciente, pedía por Pedro puesto en cadenas por Herodes Agripa. “Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, cuentan los Hechos de los Apóstoles, la Iglesia oraba insistentemente por él” (12, 5); y cuando fue milagrosamente liberado de la prisión, Pedro se dirigió a casa de María la madre de Juan (…) donde había muchos reunidos en oración” (12, 12). También hoy, en estos momentos en que sentimos el dolor de la pérdida del Pastor y Padre de todos los fieles católicos, la Iglesia diocesana se reúne en comunión con todos ellos, y eleva su oración por el alma de Francisco, Papa, en la esperanza de que premie generosamente su servicio al Pueblo santo de Dios y a todo el mundo. “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre”, unidad que se construye en la fidelidad a Cristo Maestro, en el seguimiento de Cristo, Camino y Vida, en el amor a la Madre de Dios y Madre nuestra, en la obediencia al Romano Pontífice, que Dios ha querido al Papa como servidor de la unidad del pueblo cristiano. A él le ha dotado de potestad suprema, plena, inmediata y universal con una precisa finalidad, “para cuidar de las almas”, como enseña el Catecismo de la Iglesia (n. 937). Unidos al Papa, caminamos seguros. Por eso afirmamos ya nuestra unión con el que Dios tenga a bien elegir como sucesor de Pedro.
Del Papa Francisco cada uno ha aprendido enseñanzas que son válidas para todos y también lecciones que han resonado con fuerza particular en el propio corazón. Es muy probable que a muchos el Papa nos haya ayudado a experimentar un mayor gusto por ser pueblo santo de Dios, parte de Iglesia viva que peregrina hacia la Patria; es muy probable que su cercanía haya sido impulso para sentir como prójimo a todo hombre o mujer, y para cuidar de cada uno y de la casa común que habitamos como miembros de la única familia humana; que su predilección y defensa de los descartados de la sociedad, de los más pobres y frágiles, individuos o naciones, haya avivado en nosotros el espíritu de las bienaventuranzas; que su corazón, abierto a todos, haya hecho que hagamos un hueco junto a nosotros en la Iglesia a todos aquellos, “pobres, lisiados, ciegos y cojos” (Lc 4, 21), a los que el Padre invita e insiste para que participen del banquete de las bodas de su hijo; que su celo misionero no haya permitido que se apague el eco de las palabas con las que nos invitaba a ser “apóstoles con espíritu”; que su insistencia haya grabado a fuego en nuestras almas que nadie puede desentenderse de la misión común de la Iglesia y que esta deba cumplirse de manera convergente, sinodal; que el espíritu de familia que ha querido que sea el propio de la Iglesia se haga, cada vez más, una realidad que atrae y contagia; que su fe en la misericordia de Dios sea una continua invitación a acudir a ella, alegres y confiados, y haga de nosotros mensajeros y actores de misericordia, perdón y compresión, de manera que podamos prolongar en los demás el amor que él ha derramado y derrama en nuestros corazones.¿No son estas, lecciones que hemos aprendido, con tantas otras, en sus encíclicas y exhortaciones Evangelii gaudium, Fraelli tutti, Laudato sí, Amoris laetitia, Dilexit nos…?
Esta tarde pedimos al Señor que nuestro agradecimiento por el generoso servicio de Papa Francisco a su Iglesia mude en oración por su eterno descanso. Que la Virgen Santísima, Salus populi romani, como Francisco gustaba invocarla, sea eficaz valedora de nuestra oración por su eterno descanso. Amen.

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