Homilía del Sr. Obispo en la Misa de la Basílica de la Anunciación de Alba de Tormes durante la veneración del cuerpo de Santa Teresa de Jesús

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Queridos hermanos:

Un cordial saludo a todos los presentes, a los sacerdotes concelebrantes, a las religiosas , a los fieles todos, reunidos en la fe en el Señor Jesús y en el amor del Espíritu Santo en este lugar en el que se veneran los restos de Santa Teresa de Jesús.

Agradezco en primer lugar la amable invitación que me cursó en su momento la Hermanad de Santa Teresa de Jesús, de Alba de Tormes, para celebrar la Santa Misa en uno de los días fijados para la exposición pública de la Santa, tras el reconocimiento canónico autorizado por el venerado Papa Francisco. Muchas gracias. 

Mi presencia aquí se debe, como quizás es sabido, a que nuestra Santa fundó el decimotercer convento de MM. Carmelitas en Villanueva de la Jara, en la diócesis de Cuenca que el Benedicto XVI me confió hace ya casi veinte años. 

En efecto, corría el mes de febrero de 1580 cuando tuvo lugar la fundación de dicho convento, como feliz final de una cierta resistencia por parte de la misma Madre Teresa, que solo resolvió el Señor en una comunicación a la Santa después de que esta hubiera acabado de comulgar. Las dificultades para la fundación eran claras, al ser pequeña la población de Villanueva de la Jara, no tener casa propia, estar lejos de los monasterios ya fundados, y no saber si contaba con mujeres con las cualidades necesarias para dar inicio a la nueva fundación. Las dificultades no obedecían a capricho o tozudez; y la indecisión y dudas de la Madre parecían más que razonables. Fue el Señor mismo quien le hizo ver que habían sido pobres pescadores quienes habían fundado su Iglesia, y que ella misma no había contado con tesoro alguno para llevar a cabo las precedentes fundaciones, asegurándola de que esta sería para mucho servicio suyo y bien de las almas.

Así era Teresa de Jesús, persona prudente, que ponderaba bien las razones a favor o en contra de una u otra decisión y a la vez, determinada, resuelta y aun atrevida, ozsada, cuando venía a adquirir certeza sobre la voluntad de su amado Señor.

En la primera lectura, tomada del libro de los Hechos, se nos narra una escena de aquella asamblea de Apóstoles y presbíteros que conocemos como Concilio de Jerusalén. Pedro, actuando como el primero de los Apóstoles, sobre quien el Señor fundó su Iglesia, puso claridad en la cuestión de si los gentiles pueden formar parte o no de la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios. Pedro recuerdó que desde el principio Dios lo eligió para que los gentiles oyeran de su boca la palabra del Evangelio y creyeran. Dios, afirma, no hizo distinción entre judíos y gentiles. La misma fe purificó a unos y otros. Por tanto, concluye el Apóstol, no se puede imponer a los gentiles llegados a la fe cargas, como si su aceptación fuera condición para alcanzar la salvación. “No, dice Pedro, bien seguro de su aseveración, creemos que lo mismo ellos que nosotros, nos salvamos por la gracia del Señor Jesús”. No son, pues, nuestras obras, nuestros méritos los que nos alcanzan la salvación, sino la fe en Cristo Señor, muerto por nosotros y resucitado para nuestra salvación. Él y solo él es nuestro salvador. Como ha recordado el Papa León XIV en su discurso al Colegio Cardenalicio el pasado 10 de mayo, “a nosotros toca ser dóciles oyentes de su voz y ministros fieles de sus designios de salvación”. Sus palabras tenían un contexto muy distinto del nuestro, pero no por eso pierden validez en este. Nuestras buenas obras no preceden la salvación obrada por Cristo; son, esto sí, su natural consecuencia: a una vida nueva –la que hemos recibido por el Bautismo- debe seguir una nueva vida.

El breve pasaje del Evangelio de San Juan que hemos leído nos sitúa en el momento del discurso de despedida de Jesús en la Última Cena. Son instantes en los que el Señor habla a corazón abierto a sus discípulos. El Maestro da a conocer a los suyos el amor sin límites del Padre a él mismo, su Hijo amado, revelando al mismo tiempo algo desconcertante, inimaginable: “como el Padre me ha amado, así os he amado yo”; estas palabras no solo constatan que Jesús amó y ama a os suyos, sino que nos hablan de la calidad y cantidad, si se puede hablar así, del amor de Cristo a sus discípulos; y como quien considera que ese amor es el mayor bien que estos poseen, el mayor don recibido, Jesús recomienda encarecidamente a los suyos: “permaneced en mi amor”. 

“Permanecer”, es palabra que se repite, una y otra vez, en la Última Cena. Permaneced en mi amor. Es palabra que se comprende más y mejor con el corazón que con la cabeza. Porque se nos pide permanecer en algo que no es nuestro, perseverar en lo que no es nuestra decisión. ¡Permaneced en mi amor!, dejaos abrasar continuamente por ese amor, no os alejéis de él, permitid que su luz y su calor os ilumine y habite. 

¿Y cómo lograremos permanecer en ese amor? Jesús nos da la respuesta: guardando sus mandamientos, es decir, cumpliendo su voluntad, una voluntad amorosa no impositiva, voluntad de madre no de señor, voluntad de quien te quiere bien y quiere tu bien, no la del que pretende hacerte sentir su poder. El Señor nos ama más allá de cuanto podemos imaginar, con un amor que nos hace felices; y quiere que no nos alejemos de ese amor, de esa atmosfera única que es el amor de Dios; y para lograrlo nos pide solo que lo amemos, que hagamos lo que él nos pide: Amaos los unos a los otros como yo os he amado, y como el Padre me ha amado a mí.

Entonces nuestra alegría llegará a plenitud, y nada ni nadie nos la podrá quitar. La alegría de saberse amado por Dios, la alegría de que alguien nos quiere, y ese alguien es Dios, cuyo amor es infinito. ¡Inimaginable!

Santa Teresa Jesús, excepcional mujer en tantos conceptos, santa de extraordinaria humanidad, de una personalidad que encantaba y arrastraba, de una reciedumbre admirable, de una serena alegría contagiosa y de un envidiable buen humor: ardiente “amadora de Dios” y de la Santísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo, obedientísima a su voluntad: que su vida, su doctrina y su ejemplo siga iluminando a la Iglesia en los caminos de la tierra que llevan al cielo. Amén.

 

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