Homilía del Sr. Obispo en el VI Domingo de Pascua

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Queridos hermanos:

En el largo discurso en la tarde-noche antes de su muerte, que leemos estos días en la liturgia, Jesús nos abre su corazón y nos permite entrar en su intimidad. Es lo que se hace con los amigos: solo a ellos se les permite entrar en lo más íntimo del propio yo; y nosotros, sus discípulos no somos ya siervos sino amigos, y por eso nos da a conocer sus secretos más personales, los que el Padre mismo le ha revelado.

La semana pasada nos exhortaba Jesús a no dejar que el miedo se adueñara de nosotros, a no permitir que se turbara nuestro corazón. Y nos indicaba el modo  de conseguirlo: “Creed en Dios y creed también en mí”. Para no perder la serenidad y la paz necesitamos avivar nuestra fe en Jesús, el Señor, y abandonarnos confiadamente en sus manos.

Hoy Jesús no hace una estupenda promesa. Nos dice que si le amamos y guardamos sus mandamientos, pedirá al Padre otro Paráclito, otro Consolador, otro amigo protector: el Espíritu Santo, que estará siempre con nosotros. El mundo, en cambio, no recibiráal Espíritu de Jesús; no puede recibirlo. Él solo se ha incapacitado. El mundo es la realidad opuesta a Jesús, se enfrenta a Él, lo rechaza; desconoce sus mandamientos porque tiene obscurecida, entenebrecida por el pecado la luz de la razón y ve a Dios y sus mandamientos como un mal, en vez de como el bien supremo para el hombre; y si conoce sus mandamientos no quiere observarlos: los considera un embarazo para su libertad, un límite  para su orgullo, un freno intolerable para sus deseos y caprichos.

Jesús nos habla de su próxima partida para la casa del Padre. Para quien no tiene fe, la marcha de Jesús es como la desaparición vergonzante de alguien que ha fracasado. A nosotros en cambio, la fe nos enseña que Jesús sigue vivo y nos da la vida: “el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis”. Lo seguimos viendo con os ojos de la fe. Sabemos que está junto a nosotros, con nosotros, dentro de nosotros; creemos que no nos deja huérfanos, porque nos da su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo, que es Dios como ellos.

En la primera lectura se nos narra cómo Felipe va a Samaría para anunciar a Jesucristo. La multitud lo escuchó, y unánimemente acogieron su Palabra, la buena noticia de la Salvación…, y todos se llenaron de alegría. Vemos cómo, desde los orígenes de la Iglesia, se cumplen las palabras del Papa Francisco en su primera Exhortación Apostólica: “La alegría del Evangelio, dice, llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”. La alegría del corazón. El encuentro con Jesús es fundamental para nuestras vidas. Las cambia, las hace nuevas, distintas. Encontrar a Jesús quiere decir hallar a la persona de nuestras vidas, descubrir, intuir al menos, que es lo que nos falta. Es una experiencia humana semejante  a la de quien “encuentra” al hombre o mujer de su vida. Una experiencia renovadora, fascinante, que seduce y encandila y supone un punto de partida, un nuevo inicio en la propia vida. Todo parece quedar bañado y transformarse bajo una luz nueva, esa luz beatísima del Espíritu de Jesús “que llena lo más íntimo del corazón de los fieles”. Sin esta experiencia, la obra de la salvación queda como inacabada, sin rematar. “Bajaron hasta allí y oraron por ellos, para que recibieran el Espíritu Santo; pues aún no había bajado sobre ninguno; estaban solo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo”. El Espíritu Santo lleva a plenitud la obra de Jesucristo.

El Apóstol Pedro nos recuerda en la segunda lectura que el anuncio de la Buena Nueva, que llena el corazón de esperanza, hemos de hacerlo “con delicadeza y respeto”, con buena conciencia y buena conducta. La predicación del Evangelio a todo el mundo, a todos los hombres como nos ordenó Jesús,se debe llevar a cabo con humildad, sin arrogancia ni prepotencia, con delicadeza y respeto. Como alguien que cumple un deber y entrega a los demás algo que no es suyo, el evangelio de Jesús. Y el anuncio de la Palabra debe ir acompañado,  hasta donde sea posible, de la serena actitud de quien no recibe el reproche de la propia conciencia, es decir, de quien se esfuerza por llevar una buena conducta en Cristo, tratando de seguir de cerca a su Señor, imitándolo en todo.

Pidamos al Espíritu Santo que nos haga verdaderos discípulos de Jesús, que lo amemos y guardemos sus mandamientos, para recibir su presencia perfeccionadora en nuestras almas, y saber dar alegre y eficaz testimonio de la esperanza que nos aguarda en el cielo. Amén.

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