Con el Domingo de Ramos inicia la Semana Santa, días en los que celebraremos los principales misterios de Nuestro Señor Jesucristo: su Pasión, Muerte y Resurrección; con ellos se da cumplimiento a lo que Dios había prometido por boca de los santos profetas y aún mucho antes, ya en el Paraíso: la descendencia de la mujer, de la nueva Eva “te aplastará la cabeza”, tal como había anunciado Dios en el paraíso, como antídoto eficacísimo al pecado cometido por los padres del género humano.
En este domingo conmemoramos la entrada triunfal de Jesús en la ciudad santa, donde, días después, se habrá de consumar la obra de la Redención. Hoy, en el momento en que tiene lugar la bendición que da paso a la Procesión con los Ramos, leemos el evangelio de san Marcos que narra el conocido episodio de la vida de Jesús: sobre un pollino que nadie había montado antes, enjaezado con los mantos de los discípulos, se acerca a Jerusalén caminando sobre los que otros muchos habían extendido por el recorrido, Jesús es rodeado por hombre y mujeres con ramos en sus manos cortados en el campo, vitoreado por ellos que lo celebran como el hijo de David, rey de reyes, y lo glorifican gritando: ¡Hosanna en la alturas!
Esta es la escena que nos cuentan los evangelistas al inicio de la celebración. Jesús aclamado, homenajeado por la multitud, entra en Jerusalén como rey de paz, entre ramos verdes de olivo que recuerdan la rama verde con la que regresóal arca la paloma que Noé había soltado, anunciando que la tierra anegada por las aguas era ya habitable. Jesús entra en la ciudad santa anunciando la paz de Dios con los hombres, la paz lograda con su muerte en la Cruz, con la sangre derramada que purifica el mundo, lo limpia del pecado y de la muerte. La paz lograda con su entrega a la voluntad del Padre. Para enseñarnos que solo así se alcanza verdaderamente la paz auténtica y duradera. Si queremos la paz personal, familiar, social, no hay otro camino que el de la entrega, el del amor, el de la fraternidad y la amistad social, de que nos habla con tanta fuerza el Papa en su encíclica Fratellitutti. Solo siguiendo los pasos de Cristo que muere sobre la Cruz por todos los hombres, que los ama hasta la muerte, sin hacer distinciones entre ellos, solo así alcanzaremos la deseada paz. Esta es la vida cristiana, la vida según Cristo, “una forma de vida con sabor a Evangelio”, forjada en la celebración de la Eucaristía, el pan sagrado que se parte y se dona gratuitamente. Hombres y mujeres de paz, pacíficos, que construyen lazos, vínculos de amistad, de amor a los demás, de una caridad “que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite” (Fratellitutti, 1). Cristo, rey de paz.
Después, ya en el evangelio de la Misa hemos escuchado en silencio, con el respeto y la honda conmoción de siempre, la narración de la Pasión del Señor. En la oración colecta hemos pedido al Dios todopoderoso y eterno que “nos conceda aprender las enseñanzas de la Pasión”. Una de esas enseñanzas tiene que ver con la fidelidad. En una misma celebración hemos pasado de la alegría de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén al dolor ante los hechos narrados en su Pasión, en la que es condenado injustamente en lugar nuestro y en la que el Justo de Dios padece por nosotros, hombres y mujeres impíos. Jesús que ha venido para redimirnos y reconciliarnos con el Padre haciendo posible nuestra felicidad eterna, no se desvía un milímetro del designo fijado por el Padre: lo cumple fidelísimamente, hasta beber las heces del amargo cáliz de la Pasión. Y por contraste, la infidelidad del pueblo de Dios, de los príncipes, de los sacerdotes, de los sabios escribas, de los observantes fariseos, de los apóstoles, ¡de todos!
Frente a la fidelidad de Dios a sus promesas, aun a costa de la muerte de su Hijo, la infidelidad nuestra a veces por una bagatela, por una nonada, por un momento de placer, por la sinrazón de nuestra envidia, por el odio no reprimido, por una ambición que no se logra saciar, por el insensato afán de poder y de dominio, por la comodidad cobarde que rehúye el cumplimiento del propio deber, por la vergüenza de ser tildado de hombre religioso
Preguntémonos hoy: ¿qué hago por poner paz en mí, en la familia, los amigos, en la sociedad? ¿Soy un hombre de paz que comprende, disculpa, perdona, mira a todos con respeto, reconoce la dignidad de todo hombre aun del pecador, o del que no comparte mis ideas, mi modo de ver las cosas, mis soluciones a los problemas? ¿Lucho, domino mi prepotencia, mi deseo de prevalecer siempre y en todo?La segunda pregunta que podemos formularnos: ¿cuánto es de robusta mi fidelidad a Dios Nuestro Señor? ¿Se quiebra ante los obstáculos y las dificultades, los reveses, los fracasos? ¿Confío en Dios pase lo que pase en mi vida? Son lecciones que podemos proponernos para aprender en esta Semana Santa.
Foto: Junta de Cofradías de la Semana Santa de Cuenca.