Queridos diocesanos:
Con la celebración de la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo la Iglesia proclamaba el pasado Domingo que al final de la cerraba lucha entre Dios, creador, redentor y santificador del género humano, y el Maligno, enemigo de los hombres, lucha que atraviesa la historia humana, la victoria correrá a cargo del Señor de cielos y tierra. Una victoria total, completa, sin paliativos.
Se clausuraba así el año litúrgico dando paso al inicio del tiempo de Adviento que nos conducirá a las fiestas de la Natividad de Nuestro Señor. Son cuatro semanas, a lo largo de las cuales el pueblo cristiano se dispone a la conmemoración del gran misterio de la Navidad. A lo largo de ellas se va haciendo cada vez más vivo e intenso el deseo del Redentor, el Mesías anunciado por los Profetas.
La Liturgia de la Iglesia va marcando el ritmo de esa preparación. Nos anuncia primero que el Señor llegará, que vendrá con esplendor en un futuro ya próximo, y que aquel día será glorioso y habrá una luz espléndida, invitándonos a salir a su encuentro del Señor, a purificarnos de nuestros pecados, a prepararnos para celebrar las fiestas que se acercan, de manera que se lleve a cabo en nosotros eficazmente la obra de la salvación. La Iglesia insiste en la necesidad de esta preparación, en que esperemos con ánimo vigilante, con las lámparas encendidas. A la luz de esa espera del Redentor, los hombres hemos de aprender a ponderar con sabiduría el exacto valor de los bienes de la tierra –bienes reales, verdaderos-, y a descubrir, a la vez, el valor de los del cielo y a amarlos intensamente.
A medida que el Adviento avanza, la Iglesia pone su acento de manera insistente en la alegría con que hemos de vivir la espera del nacimiento del Señor, el gran acontecimiento de la salvación. Justamente porque llega nuestra salvación, el temor debe quedar excluido de nuestros corazones. Es tiempo de serena e intensa alegría que mueve a la fidelidad al Señor con obras de justicia, no al temor que paraliza y entorpece. Quien experimenta el peso de la culpa, la impotencia para hacer el bien, y reconoce, por otra parte, el gran don de la salvación, lo pide con insistencia y lo espera con corazón ansioso; no puede menos que ver teñida su vida de paz, serenidad y alegría.
Al final del Adviento se avivará el deseo de que llegue la plenitud del tiempo y Dios envíe a su Hijo a la tierra, para que su venida consuele y fortifique “a los que lo esperan todo de su amor” y “recibamos con gozo sus bienes eternos”.
Vigilia alegre del espíritu, purificación de nuestros pecados, preparación del alma con obras de justicia para recibir al Señor que viene, anhelo de los bienes eternos que trae consigo. Estas son las disposiciones que no pueden faltar en nuestra espera de Adviento. Sería una pena que nos distrajéramos en cosas secundarias que solo encuentran su sentido y razón de ser en el misterio que celebramos. Las luces y músicas, los regalos, las compras, las felicitaciones, los encuentros de colegas, amigos y familiares, el ambiente de fiesta, todo ello resultaría, a fin de cuentas, una máscara o disfraz con el que ocultar o disimular la trivialidad de una vida vacía. Como diría el Papa Francisco: ¡no nos dejemos robar la Navidad!; celebremos con alegría la fiesta del inmenso amor de Dios a los hombres; que en nuestros deseos de paz y felicidad descubramos al Príncipe de la Paz, único que puede hacerlos realidad. Que el recuerdo de su Nacimiento en un pobre “portal”, y el de quienes sufren de un modo u otro también en estos días, ponga una nota de sobriedad en nuestra celebración: no empañará su alegría; ¡la hará más auténtica!
¡Salgamos al encuentro del Señor! En este Adviento que está a la puerta.