Queridos diocesanos:
El domingo, 8 de junio, celebra la Iglesia la solemnidad de ”Pentecostés”, la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente que, reunida en el Cenáculo espera el cumplimiento de la promesa de Jesús. La escena es bien conocida: una vez que el Señor sube a los cielos, los Apóstoles vuelven a Jerusalén y, todos juntos, perseveran en la oración, en compañía de la Madre de Jesús, las santas mujeres y otros discípulos del Señor. Se procede a la elección de Matías que toma el puesto de Judas en el Colegio Apostólico. Cuando se cumplen los cincuenta días después de la Resurrección, se realiza la promesa de Jesús: “Aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (Hch 1, 4-5).
La venida del Espíritu Santo a la Iglesia produce efectos inmediatos: el miedo que atenazaba a los Apóstoles en el Cenáculo desparece para mudarse en valor y audacia apostólica; sacudidos por un fuerte viento que llena la casa y rebosantes de un nuevo y desconocido entusiasmo, se ponen manos a la obra para llevar a cabo la misión recibida del Señor: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos…” (Mt 28, 19). La tarea asignada a los Apóstoles comienza a cumplirse a la letra, pues quienes escuchan la primera predicación apostólica son gentes provenientes “de todos los pueblos que hay bajo el cielo” (Hch 2, 5). Así inicia la Iglesia la misión que deberá llevar a cabo hasta el final de los tiempos. Es “enviada” y, por eso, es esencialmente “misionera”; existe y vive para la misión. Toda la Iglesia, Cuerpo de Cristo, es enviada para continuar en el tiempo la misión de su Cabeza: anunciar y llevar a cabo la obra de la redención.
En la solemnidad de Pentecostés, en la que celebramos el día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar, la Iglesia reaviva la conciencia de su deber de anunciar a Cristo resucitado, esperanza del mundo. En este día, el Espíritu Santo nos recuerda que la tarea que nos confió el Señor no está terminada, pues no se ciñe a un tiempo preciso ni a un espacio determinada ni a unas gentes concretas. Puesto que la Redención es para todos los hombres, estos tienen “derecho” a que se les anuncie el misterio de Cristo Salvador del género humano, y la Iglesia toda tiene el “deber” de hacer llegar esa buena noticia a todos, proporcionándoles los medios para que la salvación sea realidad para cada uno.
Apenas elegido, el Papa León XIV, en su discurso de 10 de mayo, recordó al Colegio Cardenalicio las vías que desde hace decenios, recorre la Iglesia en nuestro tiempo. Entre ellas, decía el Pontífice recordando palabras de Papa Francisco, se cuenta la de lograr “la conversión misionera de toda la Iglesia”. Es claro el acento que León XIV pone en que esa conversión misionera concierne a “toda” la Iglesia. La vida de cada cristiano debe irradiar la alegría que nace del encuentro con Cristo, y servir de ayuda y estímulo para que otros experimenten esa misma alegría (cfr. Francisco, La alegría del Evangelio, 10). Hoy es un buen momento para preguntarnos si es realmente así.
No se puede ser “plenamente cristiano” cristiano, con todas sus consecuencias, si entre estas no se encuentra la pasión misionera. Quien ha encontrado en su vida a Cristo, sabe y siente que no puede guardar para sí el gozo que produce dicho encuentro; además, el gozo será tanto más pleno cuanto más lo “contagiemos”. El fuego, el agua viva, el gozo de amor de Dios no se agota en unos pocos. Es para todos. Para ello, cada cristiano debe ser luz que ilumine a otros, rumor de agua viva que invite a cercarse a la fuente, testimonio de una alegría que el mundo no puede dar.
¡Feliz Domingo de Pentecostés!