Queridos diocesanos:
La Iglesia dedica el mes que comienza a rezar de manera particular por los difuntos. Inicia con la solemnidad de Todos los Santos, en la que la Iglesia resplandece en la santidad de todos aquellos hijos suyos que combatieron el combate de la fe y salieron victoriosos. En esta solemnidad se nos invita a elevar los ojos al cielo para descubrir cómo la santidad no está reservada a unos pocos privilegiados, sino que es llamada para todos y todos la pueden alcanzar. Todos, sin que la santidad resulte patrimonio de una raza, de un tiempo, de una cultura o de una tierra determinadas. En el cielo brilla la santidad de Dios realizada en hombres y mujeres, niños, jóvenes o ancianos, reyes y siervos, sabios e ignorantes, sanos y enfermos, blancos o negros, pobres y ricos, europeos y pobladores de otros continentes. En los santos del cielo se hace patente que la santidad no es patrimonio exclusivo de nadie.
La fiesta de Todos los Santos nos ofrece el formidable espectáculo de la santidad en todas sus variantes, en la mezcla de todos sus colores, en la armonía de todos los sonidos, por diferentes que puedan parecer a primera vista. Es una fiesta que nos llena de alegría porque nos habla de esperanza cuyas bases más firmes no son tanto nuestros méritos, sino el poder del Señor que puede sacar de las piedras hijos de Abrahán, y hacer de la materia bruta e informe imágenes de su Hijo de gran belleza y dignidad. La fiesta de Todos los Santos nos muestra a los ciudadanos del reino al que Dios ha destinados a sus servidores “buenos y fieles”.
La solemnidad de Todos los Santos nos habla del cielo, de la vida eterna, de la felicidad plena y sin fin, algo que no podemos imaginar, que va más allá de toda esperanza humana, porque al hablar de vida eterna estamos hablando de Dios que está más allá de todo entendimiento y de todo tiempo. El Papa Benedicto XVI nos enseñó que la vida eterna no debe concebirse como la sucesión infinita de los días del calendario, sino “como el momento pleno de satisfacción en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad”. Y de manera más comprensible afirma que “sería el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y después- ya no existe” (Enc. Spe salvi, 12).
Inmediatamente después de la celebración de Todos los Santos, la Iglesia hace memoria de todos los difuntos. Recuerda y hace objeto especial de su oración a cuantos, muertos en la amistad con Dios ,habiendo perseverado hasta el fin y teniendo ya asegurado el premio eterno, deben aún purificarse de “la pena debida por sus pecados” antes de entrar en la bienaventuranza celestial. Son las benditas ánimas del purgatorio. Las decimos “benditas”, porque tienen ya asegurada la bienaventuranza, aunque todavía no disfrutan de ella. Deben ser “acrisoladas”, como se hace con el oro que conserva todavía algunas impurezas de las que es preciso purificarlo.
En su proceso de purificación podemos ayudarlas con nuestras oraciones. ¿Cómo? La respuesta la da el Catecismo de la Iglesia en estos términos: “En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del purgatorio ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el Santo Sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia”. La indulgencia plenaria a favor de los fieles difuntos se puede ganar cada día del 1 al 8 de este mes visitando devotamente el cementerio u orando mentalmente por los difuntos.
Feliz y santa celebración de Todos los Santos y del mes de los difuntos.
 
								 
								 
								



