¡Habemus Papam!
Cuando preparaba estas líneas, la Iglesia desconocía todavía el nombre del que sería el nuevo Papa. Desde hace unos minutos conocemos su nombre: Roberto Francisco Prevost. El sucesor de San Pedro llevará el nombre de León XIV. Hasta este momento era Prefecto del Dicasterio para los Obispos, y fue Obispo de Chiclayo, en Perú. Estadounidense de origen, con raíces hispanas.
Se han acabado las “adivinanzas” acerca de la persona a la que Dios nuestro Señor quería confiar tan difícil como apasionante oficio. Ahora debemos seguir rezando por él. Sí, porque los honores humanos, los parabienes, las felicitaciones que hacen que los hombres nos sintamos como en una nube, dejan ahora paso al ejercicio del “ministerio petrino”, de elevadísima dignidad, pero también pleno de responsabilidad, para cuyo ejercicio nadie tiene las condiciones necesarias ni aun suficientes ni está, ni de lejos, preparado. Se trata de un verdadero “oficio de amor”, una tarea que requiere muy particulares luces de lo alto y la asistencia divina que llene el corazón del amor que el Señor Jesús pedía a Pedro como condición para ser el Buen Pastor de su rebaño.
Ahora sabemos quién será la persona que pondrá rostro a Pedro en los años venideros; se puede decir, que de algún modo dejará de ser quien ha sido hasta ahora para convertirse en el sucesor de Pedro. Desde el momento en que ha sido elegido y ha aceptado su elección, es ya, sencillamente, el Papa. Es claro que su personalidad, su modo de ser, su carácter, sus virtudes, sus conocimientos, no experimentarán modificaciones relevantes, pero todo ello pasa a ser, en cierto modo, secundario, si bien no quiere decir que carezca de importancia. Pero al nuevo Papa lo amaremos, respetaremos, veneraremos y obedeceremos no tanto por las egregias cualidades humanas y sobrenaturales de las que seguramente goza, sino por el hecho de ser el Papa. Su autoridad no nacerá de la ciencia que posea, de sus estudios en centros de saber humano más o menos reconocidos; ni de su conocimiento de las cosas de este mundo, ni de su prudencia más o menos contrastada, ni de las razones sólidas o flacas de su prestigio, ni del hecho de que sea aceptado con entusiasmo por muchos o por menos, ni de su poder de convicción, ni siquiera de sus virtudes aunque sean muchas y sólidamente arraigadas; será sencillamente la que deriva de la misma condición a la que el “pobre pescador de Galilea” fue elevado, y que nace de las palabras del Maestro a Simón: “Ahora yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esa piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 18-20).
En estos momentos en los acaba de producirse la elección del nuevo Papa, es bueno examinarnos del tenor y calidad de nuestro amor al Romano Pontífice, repasar el calado de las razones que están detrás de nuestra adhesión a Pedro, revisar si nuestra devoción al Papa se sustenta sobre sólidas convicciones de fe: que el Romano Pontífice, sea quien sea, se llame como se llame, provenga de donde provenga, es el sucesor de Pedro, la roca firme sobre la que se asiente la Iglesia, el depositario de las llaves del reino de los cielos, “el dulce Cristo en la tierra”, como gustaba llamarlo Santa Catalina.
La singularidad y grandeza de su ministerio no puede, en modo alguno, convertir al Papa en alguien distante, inaccesible: ha sido puesto por Cristo al frente del pueblo cristiano con una función bien precisa, la del servicio a sus hermanos. Pero su condición de servidor no puede restar un ápice al respeto, la veneración y la obediencia que todo fiel católico debe profesarle.
Hemos “participado” todos en el Cónclave con la oración por nuestros hermanos Cardenales para que se dejasen guiar por el Espíritu Santo. Recibamos ahora con alegría y espíritu de fe, y oremos confiadamente por el nuevo Papa León XIV que el Señor ha querido para su Iglesia hoy. La unión con él, se traducirá siempre en comunión fraterna.
