Queridos hermanos:
En esta tarde de Jueves Santo celebramos la Misa in coenaDomini, en la que los cristianos contemplamos, veneramos y agradecemos, tres grandes misterios de nuestra fe. En efecto, hoy conmemoramos, en primer lugar, la institución de la Sagrada Eucaristía. Gracias a este santísimo sacramento podemos hacer en, memoria suya, lo mismo que Él realizó aquella tarde-noche inolvidable para los Apóstoles y para toda la Iglesia. “Haced esto en memoria mía”, un deseo y un mandato a la vez. Jesús instituye el sacramento, el ritual gracias al cual se actualizará para bien de toda la humanidad la nueva Alianza en su sangre. Cada vez que se celebra la Eucaristía se hace actual, se representa de manera incruenta el sacrificio cruento de Jesús en la Cruz, la ofrenda al Padre del Cordero sin mancha, en cuya sangre son lavados los pecados de los hombres.
En cada Misa, se celebra el memorial de la muerte salvadora del Señor. Sabemos bien que “memorial” no es un simple ejercicio de memoria, que no es mero recuerdo, sino actualización del misterio que se celebra en el rito litúrgico. El hecho salvífico se cumple hoy en medio de nosotros; así continúa el Señor la historia de la salvación. La salvación, más, el mismo acto salvador se hace actual de manera misteriosa en la Iglesia. Es el “sacramento de nuestra fe”, como proclamamos cada vez que se celebra la Eucaristía.
Sabemos de los profundos lazos que vinculan la Pascua judía con la Pascua cristiana. Permitidme recordar brevemente algunos de ellos: El primero dice relación con la sala en la que los judíos celebraban el banquete: debía estar bien arreglada, adornada. Recordad que los evangelios mencionan que el Señor envía a los discípulos a preparar la Pascua, y que esta tiene lugar en un sala grande y amueblada con divanes. Cada celebración debe tener la debida preparación, interna ciertamente, pero también externa, visible.
El segundo tiene que ver con el lavatorio de los pies. Jesús lava los pies a los discípulos antes de la cena. Lo hace para dar ejemplo de humildad a los que quieren ser discípulos suyos, pues siendo el Maestro, ha cumplido con ellos un oficio de esclavo. Los Apóstoles no comprenden lo que Jesús acaba de hacer, como no entendió Pedro que el camino del Tabor, de la gloria, es el Calvario, la Cruz. Además en ese gesto hay también una referencia a la pureza ritual: “También vosotros estáis limpios, dice Jesús a los suyos, aunque no todos”. La Eucaristía se celebra y se come después de habernos purificado con el baño de la reconciliación. La pureza de alma, el estado de gracia es una exigencia para poder recibir el sacramento que da vida. De lo contrario, se come y se bebe la propia condenación.
El tercero guarda relación con la levadura que había que eliminar de las casas judías. Recordad las palabras de Jesús que compara la levadura con la enseñanza de los fariseos, su malicia y su hipocresía (cfr. Mt 16, 6 y ss; Lc 12, 1). Y san Pablo ordena a los de Corinto: “Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos” (1 Co 5, 7). Celebrar la Pascua del Señor, la Eucaristía, es dar inicio a una vida nueva, dar paso a una nueva orientación del corazón, celebrar la fiesta en verdad, el nuevo culto a Dios en espíritu y en verdad., de que habla Jesús a la samaritana. La celebración de la Pascua requiere un corazón y un ambiente de fiesta, la pureza del corazón, el propósito de una existencia renovada según el mandamiento del amor.
Jueves Santo, día de la Caridad. La institución del gran misterio de la Eucaristía viene precedida por unas palabras de Jesús bien conocidas: sabiendo que llegaba su “pascua”, su paso de ese mundo al Padre, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). San Lucas, por su parte, inicia su relato de la cena pascual poniendo en boca de Jesús estas palabras: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc 22, 15). Es en este clima de deseos profundos, de sentimientos sobremanera vivos, de afecto extremado, en el que Jesús instituye la Eucaristía, el memorial de su Pascua. Es el gran regalo de su amor por los hombres.
La celebración de la Eucaristía no puede menos que encender nuestro amor a Dios y a los demás. Precisamente porque es el sacramento del amor, el sacramento en el que el amor llega hasta el límite. No cabe pues celebrarlo solo dignamente, sino con viva gratitud al amor de Dos y con el decidido propósito de amar a los demás como a uno mismo.
Hoy, en fin, la Iglesia celebra la institución de otro sacramento, tercero de los misterios que conmemoramos hoy: precisamente aquel que hace posible la Eucaristía: el sacramento del Orden sagrado, el sacerdocio ministerial. Hay quien ha llegado a negar que en el Nuevo Testamento se pueda hablar propiamente de un sacerdocio cultual; que este sería propio del Antiguo Testamento que, con Jesús, habría llegado a su fin. Quien así piensa no ha entendido que Jesús no ha abolido el culto y la adoración debidos a Dios, sino que los asumió y les dio cumplimiento en su sacrificio realizado no como algo ritual, un simple gesto, sino como un acto de amor y de obediencia al Padre. El sacerdote está al servicio de este nuevo culto. La última pregunta que el Obispo hace a los que van a ser ordenados presbíteros dice: “¿Estáis dispuestos a uniros cada día más estrechamente con Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, y a convertiros con él en ofrenda para gloria de Dios y la salvación de las almas?” Implícitamente se afirma aquí que el corazón de la existencia de un sacerdote es la misión eucarística: hacer de sí mismo y ayudar a los demás a que transformen su existencia en una ofrenda de suave olor al Dios Uno y Trino. Hacer de la propia vida una Eucaristía, en la que lo humano se convierte en divino, la propia vida en sacrificio de obediencia al Padre y de servicio a los demás. Esa es la razón de ser de una existencia verdaderamente sacerdotal
Caridad, Eucaristía, sacerdocio. Sobre estos sólidos fundamentos se edifica la Iglesia. Que esta fiesta de Jueves Santo lo grabe a fuego en nuestros corazones. Amén.