Homilía del Sr. Obispo en la Misa Crismal del Miércoles Santo

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En la mañana del Miércoles Santo, el Obispo de Cuenca, Monseñor José María Yanguas, ha celebrado en el altar mayor de la Catedral la Misa Crismal. En ella, los sacerdotes han renovado sus promesas sacerdotales y el Sr. Obispo ha bendecido los Santos Óleos y consagrado el Santo Crisma.

A continuación la homilía completa:

Cuando nos disponemos a celebrar el solemne Triduo Pascua en que haremos memoria de los misterios centrales de nuestra fe, la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, el pueblo de Dios se reúne en esta solemne concelebración; en ella será consagrado el Santo Cristo y serán bendecidos el Óleo para ungir a los catecúmenos y el Óleo con el que la Iglesia ungirá los cuerpos dolientes de los enfermos y los preparará para el ingreso en la Jerusalén del cielo.

La liturgia de hoy nos hace presente que somos un pueblo ungido por el Señor, pueblo de consagrados, un pueblo para Dios y para el mundo. Así nos lo recuerda el texto del Apocalipsis que hemos leído hace un momento: “Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos” (Ap 1, 5-6). En la oración sobre las ofrendas, la liturgia guía nuestra plegaria en la que pedimos que la eficacia de este sacrificio nos purifique de la vieja condición de pecado y acreciente en nosotros la vida nueva y la salvación. Más tarde en la oración de la poscomunión, imploraremos ser en el mundo buen olor de Cristo. Todos, todo el pueblo sacerdotal, el pueblo consagrado a Dios, difundiendo el buen olor de Cristo que habita en nosotros y actúa misteriosamente a través nuestro, como si fuésemos sacramento suyo, que lo hace presente y actúa con la virtud de nuestro testimonio. Sacerdotes de la propia existencia, una existencia trasformada por el sacramento que cambia el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre. Sacramentos de Cristo para la vida del mundo, pan y vino, vida humana trasformada en Cristo. Pobre vida la de cada uno, pero materia transformada en la que se hace presente el Señor para continuar y cumplir su misma misión: la salvación del mundo.

Hemos escuchado decir a Isaías: “El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, curar los corazones desgarrados, proclamar amnistía a los cautivos, y a los presos la libertad”. Conciencia de criaturas llenas de su Espíritu, que “está sobre nosotros”; de ser ungidos, penetrados, impregnados de su Espíritu para la misión de embajadores de la buena noticia del amor salvador de Dios, médicos de toda dolencia y enfermedad, pregoneros de la gran amnistía de nuestros pecados, profetas de libertad. Consagrados con el crisma de la continua y permanente renovación del amor primero que nos llevó a las aguas bautismales, convertidos por él en templos de Dios, lugar de su habitación entre los hombres. Exhalando el buen olor de nuestra vida santa, vivamos según la nueva condición de reyes, sacerdotes y profetas. Es bueno que todos nos preguntemos hoy si nuestra vida exhala ese buen olor de Cristo, si crecemos en santidad de vida, si somos profetas del Reino, apóstoles conscientes del mandato que Cristo nos dirige a cada uno.

La concelebración de ese día manifiesta la unidad del sacerdocio y de todo el pueblo de Dios; es el sacrificio que ofrece la Iglesia estructurada jerárquicamente. El pueblo cristiano es un pueblo de ungidos con el Espíritu del Señor, de poseídos por Dios, conquistados y liberados por Él; a él pertenecemos ¡todos!

Es cierto que quienes hemos recibido el sacramento del Orden sagrado hemos sido nuevamente ungidos con el Crisma que nos ha configurado de modo particular con el Señor. Realizamos acciones en las que nuestro yo se confunde con el de Cristo: “Yo te bautizo”, “yo te absuelvo”, “esto es mi cuerpo”, decimos, y no podemos hacerlo sin estremecimiento a menos que uno sea un insensato. Por eso, deseo recordar, primero: “Quien puede poner en su boca el yo de Jesucristo, es necesario que crea en Él. El sacerdote tiene que ser una persona creyente” (Benedicto XVI). En segundo lugar: El sacerdote tiene que tener la valentía, el coraje, de luchar por ser plenamente lo que es, por “hacer profesión de lo que es”, por encarnar la alternativa cristiana al modo mundano de vivir: “No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal”. Vivimos en el mundo, pero no siguiendo el modelo mundano de vida. En tercer lugar: El Orden sagrado nos ha hecho a semejanza de Cristo, Cabeza, Pastor, Esposo del pueblo cristiano. Pastores, no jornaleros que esperan a que termine su horario, breve o amplio que sea, para dedicarse a sus cosas, a lo que verdaderamente tiene interés para ellos. Como ha dicho el Papa Francisco: no podemos ser pastores para quienes vocación y vida son cosas distintas, yuxtapuestas; para nosotros ser sacerdotes es nuestra vida, no nuestra profesión, a la que dedicamos un tiempo por el que recibimos un salario. ¿Nos comportamos como pastores o sucumbimos al espíritu del asalariado? ¿Es la entrega, el servicio, lo que define nuestro estilo de vida? Las palabras del Apóstol a los Gálatas: “vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (2, 20), pueden ayudarnos en nuestro examen.

Queridos hermanos sacerdotes: Hoy renovamos solemnemente nuestra promesa de llevar adelante una vida genuinamente sacerdotal, renunciando a nosotros mismos y cumpliendo los deberes sacerdotales que, por amor de Cristo, aceptamos gozosos el día de nuestra ordenación. Renovemos delante de Dios la promesa de ser fieles dispensadores de los misterios divinos y de desempeñar fielmente el ministerio de la predicación, movidos solo por el bien de las almas. Renovamos estas promesas delante del pueblo cristiano, implorando sus oraciones, conscientes de que necesitamos ser sostenidos por aquellos mismos a quienes sostenemos con nuestro ministerio. Y sostengámonos unos a otros con la oración, como miembros de un único corpus u ordo sacerdotal. No carece de importancia práctica considerar que no es posible existir como sacerdote al margen del presbiterio, desligado, desvinculado de los demás, del cuerpo sacerdotal, en un empobrecedor aislamiento; somos sacerdotes con los demás, dentro de un presbiterio y solo dentro de él. Os invito a considerarlo serenamente. ¿Vivo y me comporto como miembro de la familia presbiteral? ¿Hago propios los intereses y propósitos, planes y líneas de acción del arciprestazgo y de la diócesis? ¿Veo hermanos en los demás sacerdotes y procuro tratarlos como tales? ¿Deserto los encuentros sacerdotales sin verdadero motivo? ¿Vivo la alegría de ser miembro de este presbiterio diocesano?

Pidamos unos por otros. Yo lo hago añadiendo a la oración mi gratitud por vuestra entrega y generoso servicio en este difícil momento en que vivimos.

Nos asistan la Madre de Dios, Nuestra Señora de las Angustias, San José, custodio de la Iglesia universal, y San Julián, Patrono y protector de nuestra Iglesia de Cuenca. Amén.

 

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