Homilía de Monseñor José María Yanguas en el Centenario de la Real, Ilustre y Venerable Cofradía de la Virgen de las Angustias

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Queridos hermanos, saludo muy cordialmente a todos los Hermanos de la Real, Ilustre y Venerable Cofradía de Nuestra Señora la Virgen de las Angustias en este primer centenario de su creación. Que el Señor os bendiga a cada uno y a vuestras familias.

La advocación de Virgen de las Angustias es idéntica en su contenido a la de Virgen de los Dolores. Al invocarla como Virgen de las Angustias, se pone de relieve la intensidad de los sufrimientos de la Virgen Santísima, madre de Jesús. Ya nos resulta difícil imaginar los dolores de una madre cuando esta pierde a un hijo; más todavía si es su único hijo. La intensidad del dolor revela la magnitud del amor. Y esta descubre las dimensiones del dolor. Pues bien, María es una criatura singularísima, incomparable con cualquier otra, por haber sido embellecida con privilegios únicos: Inmaculada Concepción, Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Es la madre de Dios, madre y virgen. Su amor, podríamos decir, se focalizó en Jesús, su único hijo, a quien concibió por obra y gracia del Espíritu Santo, por el poder de Dios que hizo posible lo que resulta imposible a las fuerzas humanas.

Madre única por tantos motivos, madre única de un hijo único. Nadie puede imaginar los lazos que unieron sus corazones. ¿Quién sería capaz de describir la plenitud de amor que los colmó? ¿Quién sería capaz de narrar el dolor de la madre con el hijo único muerto en sus brazos? La secuencia del “Stabat mater dolorosa” lo ha hecho quizás como nadie. El gran Lope de Vega tradujo así las primeras estrofas del dolorido poema: “La Madre piadosa estaba / junto a la cruz y lloraba / mientras el Hijo pendía; / cuya alma, triste y llorosa, traspasada y dolorosa, fiero cuchillo tenía”.

Pero no debemos quedarnos en una contemplación meramente emotiva o estética de la imagen de María con su hijo muerto depositado en sus brazos amorosos de madre. Su dolor y su llanto tienen en Jesús muerto su explicación. Pero este yace, cubierto de llagas en el dulce regazo de su madre, por un motivo: el pecado de los hombres, los nuestros, los de cada uno. Lo afirma de manera solemne san Pedro en su primera Carta: “Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos para conduciros a Dios” (1 Pe 3, 18). Su muerte no tuvo un motivo político, aunque fuera la excusa para causarla; no fue el triste final de un reformador idealista que chocó mortalmente con los poderes establecidos. Interpretaciones fáciles, demasiado humanas, que se niegan a traspasar el umbral del misterio de la muerte de un hombre justo. Sí, muchos hombres justos han sido llevados a la muerte injustamente; pero aquí es el Hijo de Dios hecho hombre quien es sacrificado por nosotros los hombres, para merecer nuestra redención. Cristo, el Hijo del Dios vivo, se ofreció en sacrificio para el perdón de los pecados.

La Virgen de las Angustias es ciertamente la madre que llora la muerte du su hijo inocente. Pero es mucho más que eso. Esa imagen encierra una verdad más profunda. María, con el santísimo cuerpo de su hijo Jesús depositado en sus brazos, lo ofrece al Padre y lo muestra a los hombres, invitándonos a la conversión. Parece decirnos: “es mi hijo, muerto para cumplir hasta el final la voluntad salvadora de Dios. No hagáis inútil el derramamiento de su sangre preciosísima. Es la sangre de un Dios hecho hombre que muere por vosotros”.

En la segunda lectura tomada de la carta de san Pablo a su discípulo Timoteo, el apóstol nos amonesta: “no habéis recibido un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Así, pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor”. No nos avergoncemos de ese Cristo muerto, aparentemente derrotado por el pecado; no nos avergoncemos de la Cruz de Cristo, aunque sea y lo será siempre, necedad para los gentiles, para la sabiduría humana, y escándalo para los judíos. Para nosotros, cristianos, es fuerza y sabiduría de Dios. La sabiduría de la Cruz. Para nosotros la Cruz es el trono de la gloria de Cristo, desde el que reina el que, en ella, nos ha salvado.

El justo, hemos escuchado en la primera lectura, el justo vivirá por la fe, por la fe que descubre en el suplicio humillante de la Cruz, la causa de nuestra salvación, el amor deslumbrante de Cristo. Aprendamos de Jesús en la Cruz que no hay vida sin sacrificio, que el amor más puro y profundo, aunque costoso, es vida para el mundo y para cada uno, que solo el grano de trigo que muere puede dar mucho fruto. No es cosa fácil la fe cuando nos encontramos en situaciones difíciles, en situaciones gravemente adversas, cuando se hacen presentes la violencia, las guerras, las opresiones, los crímenes. Ante esas situaciones nos sentimos a menudo solos, abrumados, impotentes. Pero el profeta Habacuc nos ha asegurado que la hora de Dios llega, y nos ha animado a esperar en ella. “No tardará”, dice. El hombre justo debe vivir de esa fe, abandonado en Dios, no en las propias fuerzas y recursos por grandes que sean; no en sus capacidades aun cuando sean brillantes; ni en su ciencia y poder, siempre limitados. Dios cuenta con todo ello, pero el hombre no debe poner en ellas su confianza. Por eso reza, por eso pedir es siempre lo primero; la oración a Dios, confiar en Él, abandonarse en su amor y omnipotencia. Como los Apóstoles acudimos a Dios para pedir que nos aumente la fe, cuando la cruz nos visite. Habían desconfiado tantas veces de Dios: cuando están en la barca en medio de la tempestad, cuando les pide que alimenten a la multitud con cinco panes y dos peces, cuando les enseña que el matrimonio es indisoluble, que tiene que perdonar hasta setenta veces siete. Por eso entendemos su petición: ¡Auméntanos la fe!, nuestra fe, que no es ni siquiera como un grano de mostaza

Pidamos al Señor, por la intercesión de su Madre santísima, la Virgen de las Angustias, que nos dé una fe fuerte; una fe que no se acobarde ante las dificultades que, para seguir los pasos de Jesús e imitar a la Virgen de las Angustias en su entrega a la voluntad de Dios, podemos encontrar dentro de nosotros mismos o en un mundo que a veces parece haber olvidado a Dios. Pidámosla para cuando las cosas no vayan bien, cuando los obstáculos no sean fácilmente vencibles, cuando el mar interior no esté en calma. Virgen, madre de Dios, intercede ante Dios para que aumente nuestra fe. Amén.

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