Carta semanal del Sr. Obispo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”

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Queridos diocesanos,

Proseguimos con nuestra tarea de exponer de manera sintética la doctrina de la encíclica del Papa Francisco Fratelli tutti sobre la fraternidad y la amistad social. Permitidme que me salte hoy el orden lógico que debería seguir este comentario, para ocuparme de los epígrafes que el Santo Padre dedica al Valor y sentido del perdón. Me empuja a ello el hecho de encontrarnos ya a las mismas puertas de la Semana Santa y la circunstancia de que, por segundo año consecutivo, no podré predicar en la entrada de la catedral la primera de las siete palabras de Cristo en la Cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

El momento central de la historia de los hombres lo constituye un episodio de perdón: la exaltación de Cristo en la Cruz, que termina en su Resurrección. Este hecho representa la revelación suprema de Dios a los hombres: del amor del Padre, que “entrega” a su Hijo por nosotros, para nuestra salvación, y del amor del Hijo que, obediente hasta la muerte, “entrega” libremente su vida por amor al Padre y a nosotros los hombres. Al mismo tiempo se trata de un acontecimiento que nos revela en qué consiste ser, verdaderamente, cristiano, es decir, otro Cristo. No es pues extraño que el perdón recibido de Dios y el que debemos dar a los demás figure en el corazón de la oración que Jesús mismo enseñó a sus discípulos, y que constituya una exigencia irrenunciable del “ser cristiano”. Conocemos la parábola según la cual el Señor “se indigna” ante la actitud de siervo (todos nosotros) a quien se le ha perdonado una enorme deuda y es incapaz de remitirla a quien le debe una pequeña suma (cfr. Mt 18, 34).

No han faltado quienes han visto en el perdón cristiano el epicentro de lo que llaman la religión de los débiles. Consideran el corazón de nuestra fe como la manifestación de una gran cobardía, de una falta total de coraje. Para refutar, ya de entrada, tan formidable error bastaría acudir al testimonio de los millares de mártires que han dado su vida por mantenerse fieles a Cristo y han muerto perdonando a sus verdugos. Negarles determinación y coraje es muy fácil; mucho más difícil es imitar su fortaleza. No, el perdón no es propio de gente arrugada o encogida; no es, como dice el Papa, “cosa de débiles” (n. 236). ¡Muy al contrario!

Pero resulta necesario entender bien la naturaleza del perdón. Perdonar, dice Francisco, no significa “renunciar a los propios derechos ante un poderoso corrupto, ante un criminal o ante alguien que degrada nuestra dignidad”; perdonar no implica permitir que alguien “siga pisoteando la propia dignidad y la de los demás, o dejar que un criminal continúe haciendo daño” (n. 241). Nada impide que, si alguien causa un mal a nosotros o a los demás, exijamos justicia o nos preocupemos para que esa persona no siga haciéndolo. “El perdón no anula esa necesidad, sino que la reclama” (ibídem). No obliga el perdón al olvido de la ofensa o a enterrarla en el pasado, porque “hay silencios que pueden significar hacerse cómplices de graves errores y pecados” (nn. 244, 250). Hay olvidos “sociales” que son insanos, nocivos, porque suponen el debilitamiento de la conciencia de la gravedad de crímenes de lesa humanidad.

La pregunta decisiva es: ¿Qué es lo que evita que la exigencia de justicia se transforme subrepticiamente en vehículo de la ira, satisfacción del deseo de venganza o medio legitimado de destruir al otro? Es cierto, como reconoce el Papa, que no es fácil impedir que el veneno de la injusticia sufrida nos infecte del odio que la provoca. La respuesta a la pregunta que se acaba de formular y el remedio contra el veneno del deseo de venganza o el odio “solo se puede conseguir venciendo el mal con el bien (cfr. Rom 12, 21” (n. 243). Quienes perdonan de verdad renuncian “a ser poseídos por la misma fuerza que los ha perjudicado” (n. 251), rompiendo así el vínculo malvado que une la injusticia y la venganza.

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