Carta semanal del Sr. Obispo: el Espíritu Santo rompe barreras y derriba fronteras entre los pueblos y dentro de cada uno

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Queridos diocesanos:

El concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et spes, el documento que se ocupa de la Iglesia en el mundo actual, exhorta a los fieles cristianos a cumplir con fidelidad sus deberes temporales “guiados por el espíritu evangélico”. En este contexto menciona dos errores que pueden cometer los cristianos: descuidar las tareas temporales, cuando, en cambio, la fe les obliga a realizarlas del modo más perfecto, y pensar que los asuntos temporales son ajenos a la vida religiosa. De ahí que el Concilio subrayara con fuerza que “el divorcio entre la fe y la vida diaria debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (n. 43), y concretando aún más su pensamiento afirmó que la vida religiosa “no se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales” (ibídem). No es, pues, admisible separar la vida de piedad, lo que entendemos como vida religiosa, de la vida diaria y de las actividades temporales, de manera que la fe no influya en la forma en que una persona vive y actúa en el mundo También estas deben estar informadas del “espíritu evangélico”.

El Papa Benedicto XVI, por motivo de su edad y de sus limitadas fuerzas físicas, nos habla en el libro Últimas conversaciones, con la sencillez y humildad que le caracterizaban, haber sido consciente desde el principio de su pontificado de que no podría afrontar cuestiones a largo plazo; que su tarea era otra: la de mostrar el significado de la fe en el mundo de hoy, resaltar la centralidad de la fe en Dios y “dar a los hombres el coraje de creer, el coraje de vivir de modo concreto la fe”. El coraje de creer, sí; pero sobre todo el de vivir la fe, el de hacer que la vida impregne toda la existencia del cristiano, Hombres de fe, pero también y sobre todo, hombres que viven de la fe.

La solemnidad de Pentecostés que celebramos el domingo pasado, nos ha recordado que el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones por la fe en Cristo (cfr. Rom 4, 5). Habita en nosotros, en el centro de nuestras almas. Su presencia no estática, sino fuertemente dinámica: es luz que nos hace conocer los caminos que hemos de seguir, y fuerza que proporciona la energía necesaria para seguirlos. Esa presencia en el centro del corazón está llamada a informar toda nuestra vida: pensamientos, acciones, deseos y sentimientos. Podríamos decir que, como la piedra que cae en el centro del estanque provoca una primera onda a la que siguen otras hasta alcanzar los bordes, así la venida del Espíritu Santo al alma del cristiano extiende su efecto benéfico a toda la existencia.

El Papa León XIV, en su homilía del Domingo de Pentecostés ha expresado esta idea con la imagen del Espíritu Santo que rompe barreras y derriba fronteras entre los pueblos y dentro de cada uno, para que su acción alcance a todo y a todos. Nos invita a abrir a la acción del Espíritu todas las puertas que nos separan de Dios y de los hombres.  Dentro de nosotros abre fronteras al amor, rompiendo nuestros egoísmos, nuestro individualismo que se despreocupa de los demás con su fría indiferencia: “nos hace descubrir un nuevo modo de ver y de vivir la vida”. Abre las fronteras en nuestras relaciones y nos abre a la alegría de la fraternidad, reparando la brecha de la división, avivando la comunión, el deseo de caminar junto a los demás, integrando las diferencias, haciendo de la Iglesia un “espacio acogedor y hospitalario para todos”. Abre, en fin, las fronteras entre los pueblos. Ante el espectáculo de las guerras, de tanta división y discordia como hay en el mundo, el Papa invita a abatir muros, abrir fronteras, disolver odios y a vivir como “hijos del único Padre que está en el cielo”. Una buena meta para cada uno y para nuestras comunidades cristianas.

¡Feliz domingo a todos!

 

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