Queridos diocesanos:
Jornada Mundial de las Misiones. Un año más, la Iglesia, con sus manos a modo de bocina en torno a su boca, hace que su voz llegue a todos sus fieles y repite la encomienda que nuestro Señor Jesucristo hizo a todos sus discípulos antes de subir a los cielos: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19). Mandato imperativo que no deja escape, no permite discusión ni admite reservas que debiliten su vigor. Mandato dirigido a la Iglesia entera, a los Apóstoles que representan a toda ella; mandato de alcance universal: todos los pueblos, gentes, razas, naciones; mandato con un contenido preciso: hacer entrar a todos en la comunión de vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñarles la doctrina de Cristo para que la observen. Mandato solemne, vital, constitutivo; mandato que respira universalidad: en sus encargados de cumplirlo, en sus destinatarios, en su contenido.
En la Iglesia las Jornadas Misioneras, como esta del Domund, tienen un aire alegre, esperanzador, de juventud renovada, de vida que se abre paso, de luz pujante, de fuerza creadora, de cauce ancho y hondo de aguas que fertilizan a su paso. Es la Iglesia viva que anuncia la Vida, a Jesucristo su Señor, por quien todo ha sido hecho y en quien todo y todos alcanzan su plenitud con la fuerza del Espíritu.
En seguida que la Iglesia recibió el mandato del Señor, confortada por el Espíritu en Pentecostés, abrió las puertas que la mantenían encerrada y comenzó su tarea evangelizadora. Los Apóstoles predicaron la Buena Nueva a la multitud, invitando a la conversión: la anunciaron al ministro de la Reina Candaces de Etiopía, dieron testimonio ante el Sanedrín, se dirigieron por igual al pueblo llano que a los maestros de Israel, a los considerados justos y a los pecadores, a los sanos y a los enfermos, a judíos y gentiles. Y la Iglesia, católica por naturaleza y misión, se hizo católica también por la proveniencia de sus fieles.
En esa misma tarea sigue hoy la Iglesia: hacer llegar a todos los hombres la Palabra de la salvación. La mueve la fidelidad a la misión recibida, la obediencia al mandato recibido, la convicción inquebrantable de que Jesucristo, el Maestro, es camino, verdad y vida de los hombres (cfr. Jn 14, 6) y de que “no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos” (Hch 4, 12). Por eso, “Dios llama a sí a todos los hombres en Cristo, pues quiere comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor” (Juan Pablo II, Redemptoris missio, 55), sin que ello suponga negar que Dios se hace presente a individuos y pueblos en sus propias riquezas espirituales. Precisamente por eso, la Iglesia que anima al diálogo con las otras religiones, mantiene al mismo tiempo firme la necesidad del anuncio de Cristo, y considera como un deber ineludible la proclamación de Cristo, único salvador, pues nadie va al Padre sino por medio de Él (cfr. Jn14, 6).
Papa Francisco llama a la Iglesia de hoy, a las comunidades cristianas y a cada fiel, a inserirse en ese movimiento de salida “a todas las gentes”, que el Espíritu Santo imprimió a la Iglesia naciente y que debe moverla siempre. Cada uno debe ser testigo de Cristo entre los hombres. Hoy, la Iglesia pide un recuerdo especial para aquellos hombres y mujeres que anuncian a Cristo a quienes no le conocen o apenas han oído hablar de él. Sostengámoslos con nuestra oración y ayudémosles con nuestra generosa colaboración. Es inmensa la tarea que realizan, tarea evangelizadora y humanitaria a la vez. Junto a la pequeña capilla, la escuela y el dispensario médico forman una unidad que encontramos invariablemente en nuestras misiones: Dios cuida de las almas y de los cuerpos de sus hijos, como hizo Jesús en su paso por ese mundo.
En nombre de nuestros misioneros: ¡gracias a todos por vuestra generosidad!
