Homilía del Sr. Obispo en la ordenación de los nuevos Diáconos Francisco Miguel Martínez y Carlos Herraiz

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Queridos ordenandos, familiares, seminaristas, amigos, fieles todos.

La alegría del Adviento que se vuelve progresivamente más intensa, desbordante, a medida que se acerca la noche santa de la Navidad, se hace hoy más intensa, si cabe, por un nuevo motivo, el de la ordenación diaconal de dos miembros de nuestra Iglesia particular de Cuenca. Damos gracias a Dios Nuestro Señor por este don que nos hace, a la vez que le pedimos confiadamente, por intercesión de San José, que haga muy fieles a estos hermanos nuestros y siga llamando a otros jóvenes a vivir la gozosa aventura de servir a Dios y a los hermanos en el ministerio sacerdotal.

Hemos escuchado una vez más la narración que hace San Mateo de la generación de nuestro Señor Jesucristo. No por conocida y meditada tantas veces, deja de maravillarnos de nuevo, de causar gran admiración. Hay en ella, en efecto, no poco de sorprendente y grandioso. La existencia de María y José es elevada a un plano más alto que no podían imaginar ni sospechar de ningún modo. Se trataba de dos judíos piadosos y temerosos de Dios, que se habían prometido en matrimonio, si bien María, según la tradición, se habría consagrado a Dios en virginidad. Tendrían seguramente, sus planes para el inmediato futuro. De repente, Dios irrumpe en sus vidas de manera no violenta, pero sí completamente inesperada; les habla de planes bien distintos a los suyos y los introduce en ellos sin pedirles permiso, si bien ellos dan su conformidad libremente.

A María que estaba solamente desposada, prometida, con José, es decir, que todavía no convivía bajo el mismo techo, el ángel le anuncia que va ser madre, y al dar su consentimiento al designio divino, se convierte en Madre del Mesías prometido. José, por su parte, se encuentra con el hecho innegable de que su esposa, cuya exquisita virtud conoce sobradamente, va a ser madre.

No es difícil imaginar el inicial desconcierto de María que ha decidido mantenerse virgen, y ahora se le comunica su próxima maternidad por intervención de Dios. A la sorpresa, la acompañan la admiración y la alegría. En José la perplejidad es mayúscula. Sabe de la santidad de María y como hombre bueno que es,  justo como dice la Escritura, no quiere denunciar a su esposa, pues conoce bien la costumbre judía de lapidar a las mujeres adúlteras. Confuso y perplejo, pero sereno, sin perder los papeles, sin dejarse llevar de su desconcierto. Sin perder el dominio sobe sí mismo, ni la capacidad para tomar una decisión valiente

Dios, queridos hermanos, tiene cosas de Dios. Su providencia es eterna. Su plan es siempre de salvación. No pregunta. Solo pide el consentimiento, sin forzar la voluntad de aquellos a quienes quiso y quiere libres. Pide solo obediencia; y José y María nos dan un soberano ejemplo de obediencia rendida. “He aquí la esclava del Señor, dice María; hágase en mí según tu palabra”. Y José, apenas se despertó, dice el Evangelio, “hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer”.

La escena evangélica resuena con un eco especial al pensar en la promesa que haréis dentro de unos momentos en respuesta a la pregunta del Obispo: “¿Prometes respeto y obediencia a mí y a mis sucesores?”. Respeto y obediencia. Tiene pleno sentido hablar al mismo tiempo de respeto y de obediencia. La consideración que se tiene hacia una persona por alguna cualidad suya, por su condición, por la tarea que desempeña, lleva a acatar lo que dice o determina. Podríamos decir que el respeto es la razón de la obediencia. Esta se presta por las circunstancias que concurren en la persona que la pide o solicita.  Es natural, por eso, que se deba a quien representa a Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia; solo en cuanto lo representa y en aquello preciso en que lo hace. Toda obediencia se pide y se presta “en Dios y a Dios”. De lo contrario ya no sería obediencia sino sometimiento. Lo entendió muy bien san Josemaría Escrivá cuando afirma: “La obediencia es la humildad de la voluntad que se sujeta al querer ajeno, por Dios” (Surco, 259).

La obediencia no es virtud que goce hoy de particular predicamento. Lo que podríamos denominar “espíritu del tiempo” invita, más bien, a la plena y total autonomía del individuo, para quien los lazos sociales deben ser mínimos y son considerados como una atadura, una limitación de la propia libertad, cuando no un ataque en tota la regla a la misma. El individuo, se piensa, no puede remitir en última instancia a nada externo a él, porque significaría indebida sumisión. Así, ley y obediencia decaen cuando ya nada ni nadie merece o requiere respeto, pues, en última instancia, ley y obediencia se relacionan más o menos directamente con Dios. No sorprende, por tanto, que en tiempos en que se obscurece la idea de Dios y se le expulsa de la propia vida, queriendo hacerlo también de la sociedad, el sentido del respeto se desvanece y también, por lo mismo, el sentido de la obediencia.

Pero la existencia cristiana no se entiende sin la virtud de la obediencia. Y no se entiende porque toda la vida de Cristo es un acto de obediencia al Padre. Desde su mismo inicio: “He aquí que vengo para hacer tu voluntad” (Hb 10, 7); hasta el final de la misma: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42); la voluntad de Cristo, su única verdadera voluntad “es hacer la del que me envió, y llevar a término su obra” (Jn 4, 34), sin rehusar la humillación y hacerse obediente hasta la muerte de cruz (cfr. Flp 2, 8).

Pro tengamos bien presente que ni la santidad ni la obediencia cristiana se identifican, sin más, con el cumplimiento exacto de una ley, de un mandato. La linfa vital de la obediencia auténtica es el amor. Lo advirtió Jesús en su discurso de despedida en la última Cena: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará… El que no me ama no guarda mis palabras” (Jn 14, 23-24). Lo mismo dice de manera escueta la sabiduría popular: “Obedecer es amar”. El amor es la razón última de la obediencia. No obedece, pues, quien hace lo que se le manda porque lo encuentra razonable, porque le gusta o porque concuerda con el propio modo de ver.

En María y José encontramos un modelo perfecto de obediencia. Obedecen prontamente, resueltamente, sin tardanza, sin titubeos. Escuchan con atención y preguntan si es necesario para comprender exactamente cuál es la voluntad de Dios, y actúan de inmediato, con una profunda actitud interna de respuesta. Su obediencia es muda, sin quejas, ni protestas, sin hacer mención nunca a la mayor o menor dificultad que presenta el obedecer; ni pretender corregir a quien manda, interpretando sus palabras con recursos que se antojan infantiles: “Es que, pensé que, creí que”, que llevan simplemente a no obedecer.

Enemigo declarado y mortal de la obediencia es la soberbia, ya que la obediencia está arraigada en la humildad; de manera que ningún soberbio puede ser obediente y ningún desobediente puede ser humilde. La soberbia busca siempre excusas y excogita sutilezas para no obedecer; siempre se oculta enmascarada tras la desobediencia en razonados pero falsos motivos. El desobediente juzga a la autoridad, antepone el yo, el propio juicio –la propia conciencia, dicen- a sus decisiones, se alza como criterio, busca y rebusca razones que sufraguen su parecer. Recuerdan a esas personas que se niegan a admitir la mediación de la autoridad de la Iglesia: nada se interpone, piensan, entre Dios y el propio juicio. No advierten que ahí se encuentra la raíz de la actitud del pensamiento protestante.

Queridos Carlos y Francisco, pido hoy para vosotros la humildad que pone sordina al propio parecer y busca sinceramente en su corazón la voluntad de Dios, escuchando la palabra de aquellos que han sido puestos en la Iglesia para regirla y conducirnos por los caminos del Señor en este mundo. Que María y José os sirvan siempre de modelos y de intercesores. Amén.

 

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