Homilía del Sr. Obispo en el Domingo XVI del tiempo ordinario

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El Señor sigue explicando en qué consiste esa misteriosa realidad que denomina Reino de Dios o Reino de los cielos, y que es el centro de su predicación, de la Buena Nueva. El Evangelio de hoy nos enseña que el Reino lo constituye la semilla de la Palabra de Dios que nos revela quien es Él y quienes somos nosotros, y nos manifiesta cuáles son sus planes para nosotros, ciudadanos del Reino. Con ello nos está indicando que el Reino es una realidad ya hecha, pero al mismo tiempo algo que está todavía por hacerse.

El Reino de Dios se va construyendo o instaurando en la medida en que los hombres acogemos la Palabra de Dios y colaboramos con ella para que dé fruto en nosotros mismos y en la sociedad, en todos los ámbitos de esta: familiar, económico, cultural, político, científico, etc.

El Evangelio precisa hoy varias características del Reino que anuncia Jesús. Nos enseña que en ese Reino, hay trigo y cizaña. La semilla sembrada por Jesús, su Palabra, arrojada en el mundo generosamente, a boleo, destinada a todo tipo de terrenos, fértiles o menos fértiles, la semilla es óptima, porque es la Palabra de Dios: pero junto al buen trigo en que la semilla se convierte, se observa también la presencia de  la cizaña, una hierba mala. Entre quienes han oído la predicación del Reino hay hombres y mujeres que la han acogido como un tesoro precioso, que bien merece que perdamos todos los bienes por obtenerlo. La han oído y acogido, y le permiten que dé fruto abundante en toda su vida: pensamientos, palabras, obras. Otros, en cambio, no la han acogido porque les parece que exige demasiado o porque esperan otra cosa más de este mundo (triunfos, éxitos, dinero, eliminación de todo sacrificio…), y han quedado decepcionados; otros no quieren darle una respuesta total y se contentan con una apariencia de vida cristiana: como la cizaña que crece entre el trigo y guarda un cierto parecido con él, hasta el punto que algunos la llaman “falso trigo”, falso, sí, porque parece lo que no es, pero también peligroso porque es una planta tóxica. Se asemejan a la cizaña, al “falso trigo”, quienes dan la espalda a la Palabra que recibieron en su momento, la mal-cambian por un plato de lentejas o la olvidan, no se dejan guiar por ella y no viven de ella, es decir “no la ponen en práctica”, como dice Jesús. Pero, como la cizaña, están dentro del campo, siguen estando dentro del Reino aunque lo etén con el cuerpo, no con el alma; son cristianos solo de nombre.

Pero el Señor no hace caso de los Apóstoles que quieren arrancarla cizaña del campo antes de tiempo, antes de la cosecha final. Sabe Jesús que esta cizaña no es útil a la causa del Evangelio; al contrario: representa una rémora tremenda para el crecimiento del Reino, lo desprestigia, constituye un escándalo para los no cristianos que se preguntan asombrados: ¿Cómo? ¿estos son los discípulos del Hijo de Dios? ¿así son los cristianos? Pero el Señor pide calma a los suyos. Cada cosa tiene su tiempo y cada tiempo sus cosas. A diferencia de la cizaña que no puede transformarse en trigo, cualquier hombre, cualquier cristiano puede abrirse de nuevo a la Palabra de Dios y dejarse cambiar. Y Dios es paciente.

Si no lo hace, si continúa siendo cizaña, si no escucha los continuos reclamos de la Palabra de Dios, entonces, cuando llegue el final de la vida, el momento de la recolección, los ángeles separarán cuidadosamente, sin error posible, el trigo de la cizaña y la arrojarán al horno del fuego “y allí será el llanto y crujir de dientes”. Y nadie podrá decir: pero cómo, si yo estaba en tu campo, si era de los tuyos… Jesús podrá  responder: ¿tú?, tu “parecías” de los míos, pero tú eras, en realidad, cizaña; estabas en el terreno del Reino, por eso ahora vendrán los ángeles y te “arrancarán” de él Reino por todos tus escándalos y por haber obrado la iniquidad.

No esconde ni endulza Jesús la verdad del castigo que amenaza a los que han rechazado la Palabra que se les anunció en su momento, o no la han hecho fructificar en su vida, limitándose a ser oidores de la Palabra, sin haber movido un dedo para ponerla en práctica. Y habla sin ambages ni palabras falsas del terrible castigo que les espera en el infierno.

Mientras vivimos en este mundo, siempre es tiempo de conversión; hasta el último momento. Después, ya no habrá espacio para el arrepentimiento. Pidamos, pues, al Señor que sepamos acoger en el corazón su Palabra y dar, con su gracia, frutos de vida eterna. Amén.

 

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