Homilía del Sr. Obispo en el día de Navidad

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¡Verán los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios! Ha descubierto el Señor su santo brazo a los ojos de todas las naciones y los confines de la tierra lo verán. Es la gran noticia que se anuncia a todos. Los mensajeros son del cielo, proclaman la Paz y pregonan la Justicia entre Dios y los hombres. Los vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor. Una novedad absoluta en la experiencia religiosa de Israel, por que nadie podía ver a Dios sin morir. Ahora, el Señor ha consolado a su Pueblo y ha rescatado a Jerusalén.

 Ayer noche escuchamos a esos pregoneros, vigías de la noche. Los pastores en vela, envueltos en la luz del cielo que corren a Belén para ver lo sucedido, lo que les ha anunciado el ángel: “en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Van y encuentran todo como el ángel les ha anunciado. José, María, un niño recostado en el pesebre. Y los pastores lo contaron a cuantos quisieron oírles.

Unos se admiraban al escucharles. ¿De qué se admiraban? ¿De la noticia? ¿Percibían su alcance? ¿O quizás del entusiasmo con que la anunciaban los pastores? Nosotros, al escuchar hoy de nuevo a los pastores, además de admirarnos, damos también gloria y alabamos a Dios.

Nos ha nacido un Niño, el Mesías Redentor. Un niño con un pesebre por cuna, envuelto en pañales, rodeado por el inmenso afecto de María, su Madre, y de José, en la ciudad de Belén donde habían ido a empadronarse por ser descendientes de David: un niño, como otros que nacerían en esa misma noche en todo el mundo. Un niño, con unos antepasados, miembro de una conocida estirpe. Un niño. Uno de nuestra raza, un niño como tantos otros. Carne y espíritu. Desvalido, inerme, necesitado de todo. Un niño.

Pero ese Niño es también Dios, aquel por quien todo fue hecho y a quien todo está destinado. Heredero de todo. Reflejo de la gloria del Padre, impronta de su ser, sentado a su derecha en poder y majestad, tras habernos purificado con su sangre, es decir, con el amor que le llevó a la Cruz. Adórenlo los ángeles del cielo.

Es la gran maravilla de este feliz día, la noticia que alegrará para siempre al mundo, a pesar de todo lo que en este mundo amenaza con mudar la alegría en lágrimas. Pero la mirada de Dios sobre el mundo es larga, muy larga, abraza toda la historia, la historia que Él ve siempre en presente. Aquel que existía desde el principio como dice el evangelio de Juan, el que es Dios como el Padre, de quien procede antes de todos los siglos, Luz de eterna Luz que ilumina a todos los hombres que viene a este mundo, lo vemos hoy encarnado en un niño.

Vino a los suyos, siendo de gran alegría para Pastores humildes y Reyes coronados, pero tan humildes como aquellos, porque no sienten vergüenza alguna en postrarse ante el Niño. Vino a los suyos, pero los suyos no lo reconocieron y no lo recibieron. Pero a quienes lo recibieron los hizo hijos de Dios, libres, herederos. Los unió a Él, por su fe. Los hizo una cosa con Él, para poder compartir así en todo su misma suerte. Admiremos este estupendo misterio en sus dos admirables caras: Dios que viene a nosotros asumiendo nuestra condición; nosotros que ascendemos hasta Dios participando del ser de Cristo. El Verbo se hizo carne y el hombre, nosotros, fuimos elevado la condición de hijos en Cristo, de “dioses”. Admiremos, adoremos, alabemos este misterio, y agradezcamos conmovidos la extraordinaria benignidad de Dios para con los hombres; sobre nosotros se ha desbordado su bondad, su gracia, como hemos leído en estos días, en el IV Prefacio de Adviento. Sí, demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, porque se apiadó de nosotros movido por su inmensa misericordia, como leemos en las lecturas de la Liturgia de las Horas de hoy.

Y alegrémonos, porque no puede haber lugar para la tristeza cuando acaba de nacer la vida, la misma que acaba con el temor de la mortalidad y nos infunde la alegría de la eternidad prometida. Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo.

Hijos de Dios, herederos de su reino: esta es nuestra verdad más profunda, hermanos; verdad que no alcanza ninguna ciencia humana; pero eso somos por encima de todo. Esa es nuestra más profunda verdad y nos realizaremos como hombres si conformamos nuestra vida a o con ella.

Hijos, no siervos ni esclavos. Hijos en la casa del Padre, que cada día repiten juntos, sin hastío ni cansancio, las mismas palabras: “Padre nuestro…”. Hijos de Dios, porque ha querido admitirnos en su familia y nos ha hecho libres. Hijos libres, porque ha sanado nuestra libertad malherida, para que podamos vivir según nuestra verdad de hijos. Sí, porque la libertad, ser libres, no es hacer lo que a uno se le pase por la cabeza; libres porque la verdad de nuestro ser y nuestra voluntad coinciden, como recordaba el Papa Benedicto.

Pidamos a Dios que nos muestre en su sabiduría divina la verdad más íntima de nuestro ser, y roguemos humildemente para que su Espíritu nos guíe y asista en el empeño por vivir de acuerdo con esa verdad; y que su luz ilumine la convivencia humana impregnándola de respeto sincero, de espíritu de perdón y comprensión, de verdadera preocupación por los demás, del deseo de compartir sus alegrías y sus penas. Es el camino que señala la Navidad. El camino que siguieron María y José. ¡Felices Pascuas! Que nos ha nacido un hijo, un hermano que es, a la vez, Dios.

 

 

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