Homilía del Obispo de Cuenca en la Misa de la Cena del Señor

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“Antes de la fiesta de la Pascua”. Así comienza la narración de la última Cena que hace San Juan en su Evangelio. La Pascua es la referencia, la clave de interpretación de lo que acontece en estos días. Todo se encamina a la Pascua, al “paso” de Jesús de este mundo al Padre: “sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre…”. Es la hora para la que Jesús había nacido, la hora en que se cumple su sacrificio redentor, que el Padre acoge complacido, porque es el acto más perfecto de identificación con su voluntad, con su amor de Padre. Parecería que el amor y la misericordia infinita de Dios necesitasen de la entrega, por amor, de Cristo, para derramarse como lluvia benéfica sobre todos los hombres. Dios Padre corresponde al amor de Cristo que se entrega hasta el fin, librándonos de la esclavitud del pecado y concediéndonos el inesperado don de la Eucaristía. Don, viático, que nos acompañará siempre hasta que el Señor Jesús nos haga entrar en la Jerusalén celestial. Pan sacratísimo que sacia nuestras hambres  y satisface todos nuestros deseos.

Es la nueva Pascua, fruto de la benevolencia extrema de Jesús para con los suyos: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Son palabras que  nos hablan del enorme misterio que está para realizarse: la institución de la sagrada Eucaristía, banquete sacrificial, que actualizará hasta el final de los tiempos el sacrificio del Señor. Jesús pronuncia esas palabras en un clima interior de enorme riqueza y profundidad, de contrastes violentos: de una parte “estaban cenando”, dice el texto sagrado, la hora de la “dulce intimidad entre los amigos y confidentes” de que habla el Salmo 55, 14-15; pero, de otra es la hora de la fría traición: el diablo ya había suscitado en Judas la intención de entregarlo. Jesús sabe que está para volver a Dios y lo hará con plena libertad, con total dominio del momento, pues el Padre “ha puesto todo en sus manos”, le ha entregado todo en su poder. Entonces cumple un acto inesperado e insólito: se levanta de la mesa, se quita el manto, se ciñe una toalla y se pone a lavar los pies de los discípulos. Él, el Maestro. Nosotros, como Pedro, no lo entendemos, como no entendemos el milagro del Tabor al que sigue la profecía de la muerte en Cruz, ni la entrada en Jerusalén como rey pero a lomos de una borriquilla. Son gestos que nos superan, no entran en nuestras cabezas; y cuando nos parece entenderlos, es cuando se nos escapan sin que lleguemos a entender nada.

El amor del que hablan los primeros versículos del pasaje leído en el Evangelio de hoy se hace ahora servicio, servicio humilde, de esclavo, humillante para quien lo lleva a cabo. Pero, con él,  Jesús nos enseña que cuando un acto nace del amor, engrandece, no humilla. Nos enseña que es el amor lo que da relieve y categoría a nuestros actos, y no el rango de la persona, ni los títulos que ostenta de cualquier tipo que sean, ni sus cualidades, prestigio o riquezas. Cristo lavando los pies de los Apóstoles, limpiando la suciedad, el pecado de los hombres, curando sus miserias por repugnantes que sean, Cristo servidor…, es el Rey que nos seduce, el amigo que elegimos, el maestro de cuyas enseñanzas queremos empaparnos. “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros, que me llamáis maestro y Señor? ¿Lo entendéis?”. Jesús pregunta a los Apóstoles para despertar su inteligencia y ayudarles a penetrar en el significado de lo que han visto; para que descubran que tiene un sentido ejemplar, que lo ha hecho para que ellos y nosotros aprendamos que no se le puede tener por Maestro y Señor si no se está dispuesto a lavar los pies  de los hermanos, si no se está pronto para cuidar de la debilidad y de la miseria de los demás. Jesús se hace siervo y se muestra como tal para que le imitemos, no simplemente para cumplir un bello gesto y ser aplaudido por los espectadores.

Cristo hecho Eucaristía,  Cristo servidor, Cristo puesto a disposición de sus hermanos, movido por el amor fraterno.

Un poco más adelante en la narración de la Última Cena, poco después de que tuviera lugar la traición de Judas y Jesús anunciara a los desconcertados Discípulos que comenzaba la hora de su glorificación, les dio a conocer lo que Él llamó su mandamiento, su ley: “como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn13, 34). A la Alianza o pacto nuevo de Dios con los hombres, sellado con la sangre de Jesús en Cruz, corresponde una nueva ley: el mandamiento del amor fraterno. La Alianza nueva va a dar origen a un Pueblo nuevo, el nuevo Israel, el nuevo Pueblo de Dios. Quienes forman parte de este pueblo, se comprometen a observar su ley, el mandamiento nuevo.

El Pueblo de la nueva Pascua, de la Pascua de Jesús, es el Pueblo de los hermanos que se aman unos a otros. Podríamos decir que las tablas de la nueva ley no contienen más mandamiento que éste, que es el reverso del mandamiento del amor a Dios: “En estos dos mandamientos se sostienen (se resumen, dicen otras traducciones) la ley y los profetas” (Mt22, 20).  Sólo quien esté dispuesto a observarlo, a vivir según él, puede decirse miembro verdadero del nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia. Por la fe y el Bautismo se entra a formar parte de él, y se vive como verdadero miembro del mismo al aceptar el compromiso de que la propia existencia quede sellada por el amor fraterno. A eso van las promesas que se hacen en el Bautismo. Esa debe ser la vida de un miembro del Cuerpo de Cristo. La vida de Dios es el amor y lo es también de la vida de la Iglesia. Se entiende así la importancia capital del primer mandamiento de la ley para los que desean vivir  verdaderamente como discípulos de Jesús.

Así se podrá dar lugar a un nuevo estilo de vida que alimente “la pasión por el cuidado del mundo”, por la casa común, pues obedecer al encargo de Dios de cuidar la tierra es parte esencial de una existencia virtuosa, preocupada por el bien de todos los hombres. Se hace necesario generar un estilo de vida, personal y social, que supere el consumismo compulsivo y dé paso a un uso inteligente y virtuoso, sobrio, de los bienes de la tierra, a nuevos modelos de vida en los que se acentúe la preocupación por el bien común y se modere el afán exclusivista e individualista de poseer bienes.

 

Adoremos esta tarde a la Sagrada Eucaristía en el Monumento, meditemos en el Amor de Dios que se hace servicio humilde a los demás, y pidamos saber dar testimonio claro en nuestras vidas del amor de Dios porque el que seremos reconocidos, con verdad, como cristianos. Amén

 

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