Homilía del Obispo de Cuenca en la Misa Crismal

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Permitidme antes de nada unas palabras de felicitación a los sacerdotes, miembros del presbiterios diocesano, en este día en que renovamos las promesas que hicimos el día de nuestra ordenación sacerdotal. Muchas felicidades a todos.

Esta misa es llamada crismal, porque en ella se consagra el crisma, el aceite perfumado con el que serán ungidos los recién bautizados, los que reciben la Confirmación, los presbíteros y los Obispos el día de su ordenación, así como el altar que representa a Cristo. La Iglesia es el pueblo de Dios que ha recibido la unción del Espíritu, el Espíritu santificador, que hace de ella un pueblo santo. Pueblo de reyes, asamblea santa, hemos cantado, en efecto, en la procesión de entrada. ¡Asamblea santa! Al hacerlo, a alguno puede atenazarle como un sentimiento de vergüenza, de turbación, casi de sonrojo.

1) En efecto, estamos ya habituados a que los medios de comunicación den noticia de lo que  algunos califican como pecados de la Iglesia. E insisten en ellos hasta la saciedad, provocando cansancio y hastío, exigiendo, en ocasiones de manera desfachatada, ridícula, que la Iglesia pida perdón por sus pecados.

Por eso, al consagrar hoy el crismacon el que se santifica al pueblo cristiano, quiero recordar que en el Credo confesamos que la Iglesia es santa. El Pueblo de Dios, la Iglesia Cuerpo de Cristo, su Esposa es santa.  Así  lo confesamos solemnemente: Creo, decimos, en la Iglesia que es una, santa, católica, apostólica. Es uno de los artículos del Credo. Parte fundamental de nuestra fe. Lo confesamos, lo proclamamos como objeto de nuestra fe.

Pero, ¿podemos seguir creyendo en la santidad de la Iglesia, proclamándola, confesándola, cuando vamos conociendo horrorizados, avergonzados los pecados monstruosos de hombres de Iglesia; cuando salen a la luz abusos de quienes deberían ser padres y pastores y han resultado ser verdugos y lobos rapaces que destruyen y matan las ovejas? Pero, sin necesidad de recordar hechos tan penosos; para negarnos a confesar la santidad de la Iglesia, ¿no bastaría con traer a la memoria el cúmulo de ofensas a Dios cometidas por seguidores de Cristo? ¿No bastaría con referirnos a pecados igualmente monstruosos pero que parecen más normales como los odios que desencadenan las guerras, las injusticias, los abortos, los asesinatos, los hechos de violencia, las infidelidades de todo tipo, las blasfemias, las extorsiones, los abusos de los más débiles… cometidos por sedicentes cristianos?

Pues bien, no obstante tantos hechos delictuosos, podemos seguir confesando con toda la Tradición que la Iglesia es santa. Para poder afirmarlo se distingue con frecuencia entre la Iglesia y los hombres y mujeres que formamos parte de ella. Una distinción que parece dejar insatisfechos a muchos; de hecho, una tal distinción no impide que se siga hablando no de los pecados de los hombres y mujeres cristianos, que somos ciertamente pecadores, sino de la Iglesia que es pecadora.

Pero la distinción a la que me acabo de referir es plenamente razonable. Sabemos que hay profesionales de la medicina, o de otros ramos de la actividad humana, que abusan de sus pacientes de modos diversos; hombres y mujeres de ese mundo que son autores de comportamientos indignos. Pero es claro que no se puede decir que la medicina sea responsable de los crímenes, abusos y pecados que cometen sus profesionales. La medicina ˗ entiendo por ella la ciencia médica acumulada a lo largo de los siglos˗ es algo formidable; no sólo salva vidas, sino que nunca busca intencionadamente dar la muerte de nadie. Son los malos profesionales, técnica y moralmente, los autores de los abusos, de las malas prácticas, de las acciones inmorales o de los errores técnicos; no la ciencia médica. Esto que parece claro cuando hablamos de la medicina o de cualquier otra verdadera ciencia no parece serlo cuando hablamos de la Iglesia. Pero la Iglesia es santaporque Cristo “se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y de la palabra” (Ef 5, 26). La Iglesia es divina, es santa: fue Cristo quien “la adquirió con su sangre, la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social” (Lumen Gentium, 9). Los hombres nos reconocemos y somos, en cambio, pecadores. Pero la Iglesia es mucho, mucho más que los pobres hombres que a ella pertenecemos. Por sus pecados pide perdón.

2) Somos un pueblo de sacerdotes. Por el Bautismo nos hacemos cristianos, nos convertimos en otros Cristos. Todo el pueblo cristiano ha recibido la unción del Santo y ha recibido el sacerdocio de Cristo, el sacerdocio común, esencialmente distinto del sacerdocio ministerial, pero verdadero y propiosacerdocio. Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1Tim2, 5); nosotros lo somos en Él, y en la medida que estamos unidos a Él.  La mediación de Cristo, y por tanto la nuestra, es una mediación sacerdotal. Cristo Jesús es el Sumo y Eterno Sacerdote que se ofreció al Padre en la Cruz, para salvarnos. Nos redime obedeciendo al Padre hasta la muerte. Toda su vida en la tierra fue un acto permanente, constante, de identificación, por amor, con el Padre. Y su vida en la eternidad es un continuo acto de intercesión por nosotros (cf. Hb7, 24).

Cada cristiano participa del sacerdocio de Cristo y lo ejerce sin tener que pedir permiso a nadie. Como Jesús, cada uno y todos estamos llamados a vivir nuestros pensamientos, afectos y cada una de nuestras acciones, en obediencia al Padre, convirtiendo así  nuestra vida en un sacrificio ofrecido a Dios. Sacerdotes de la propia existencia. Todos, lo mismo hombres que mujeres, estamos llamados a vivir nuestro sacerdocio común. Pues bien, vive como sacerdote quien se empeña en hacer de toda su existencia un acto de obediencia a Dios, hasta el sacrificio de la propia vida si fuere necesario. Así lo dice el Concilio: “Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unión del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz” (Lumen Gentium, 10)

3) Afirma el Ceremonial de los Obispos “que esta Misa que concelebra el Obispo con su presbiterio es como una manifestación de la comunión de los presbíteros con el propio Obispo”. Hoy renovamos con gozolas promesas que hicimos el día de nuestra ordenación sacerdotal, conscientes de que el pueblo santo de Dios necesita pastores santos. Es bueno, queridos hermanos sacerdotes, que todos nos lo recordemos con frecuencia. El pueblo santo de Dios necesita pastores santos, abnegados, disponibles, entregados al servicio de nuestros hermanos, buscando siempre lo mejor para ellos, no los propios intereses, animándolos, confortándolos en su empeño por edificar ya en este  mundo el reino de Dios. Para ello, como decía el Papa recientemente, nosotros mismos debemos pedir y luchar para no caer en la desolación, en un vivir insatisfechos ˗la enfermedad de la insatisfacción, la llama él˗, superando el espíritu de pesimismo, el desánimo que, con frecuencia, puede terminar en espíritu de murmuración y en la tentación de refugiarnos en los ídolos y en los bienes aparentes; reaccionemos venciendo el cansancio, animados siempre por la esperanza, renovando el entusiasmo de los primeros momentos. El pueblo santo de Dios, repito, necesita sacerdotes santos, alegres, optimistas, trabajadores, enamorados de su ministerio, expertos en humanidad y expertos en las cosas de Dios, que contagian, que comunican la vibración de su fe, ¡la vibración de su fe! No tengamos miedo de convertirnos en seres que cuestionan a la sociedad con su vida. No tengamos miedo de la santidad, de parecer y ser distintos. Como nos ha dicho con fuerza Francisco en Alegraos y regocijaos, n. 90: “Si no queremos sumergirnos en una obscura mediocridad, no pretendamos una vida cómoda, porque quien quiere salvar su vida la perderá”. Una vida sacerdotal en una obscura mediocridad privaría, injustamente, de luz al pueblo cristiano en su peregrinar en este mundo. Renovemos con alegría, una vez más, las promesas hechas en nuestra ordenación sacerdotal. En la fidelidada las mismas, encontraremos la felicidadya en esta tierra. En ningún otro sitio. Volvamos a poner alto el listón de nuestra fidelidad a Dios y al pueblo que se nos ha confiado. ¡Sacerdotes santos para un pueblo de Dios santo!Que la Madre de Dios nos sostenga en nuestro empeño y nos guíe nuestro patrón San Julián. Amén.

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