Carta semanal del Sr. Obispo (Solemnidad del Corpus Christi): «La conciencia de la presencia de Cristo en la Eucaristía nos ha de mover también a adorarlo»

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Queridos diocesanos:

Hasta no hace muchos años se repetía con frecuencia un viejo dicho que rezaba, con pequeñas variantes según los lugares: “Tres días hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”. De ese modo se quería significar que dichos días, celebrados en jueves distintos, poseían un peso muy especial dentro del calendario cristiano.

Después, con el fin de disminuir el número de días no laborables, cambiaron de fecha algunas fiestas litúrgicas que caían “entre semana”, entre ellas las tres enunciadas en el dicho popular. Lo que ocurrió realmente, pasado no mucho tiempo, es que aumentaron los días no laborables, nacionales, autonómicos o locales, mientras que los días festivos suprimidos siguieron “desaparecidos”. Así se ha llegado al caso curioso del traslado a domingo de la fiesta del Corpus Christi, de fuerte arraigo popular, si bien la fecha tradicional, privada ya de contenido religioso, sigue siendo no laborable.

Pero vayamos con la fiesta que celebramos este domingo, solemnidad del Corpus Christi, fiesta grande, en la que veneramos de manera especial el misterio de la Sagrada Eucaristía que cuenta entre los más importantes de la fe católica. Es el día en que el Señor sacramentado, entronizado en custodias que son formidables obras de arte o en otras más modestas, recorre las calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades recibiendo el tributo de fe y devoción de los fieles cristianos. Los niños que han recibido días antes por primera vez la Sagrada Comunión forman parte del cortejo con sus trajes de gran fiesta, y arrojan pétalos de rosa al Señor en la custodia. La procesión con el Santísimo es una antigua costumbre que se viene celebrando en el interior de los templos desde inicios del siglo XIV, y comenzó a recorrer las calles de las ciudades como Roma desde mediados del siglo siguiente.

Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, recordando afirmaciones del Concilio Vaticano II: ·La Eucaristía es el corazón y la cumbre de la vida de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia su Iglesia y todos sus miembros a su sacrificio de alabanza y acción de gracias ofrecido una vez por todas en la cruz a su Padre; por medio de ese sacrificio derrama las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es la Iglesia” (n. 1407). En la Celebración Eucarística se actualiza la obra de la salvación realizada con la vida, muerte y resurrección de Cristo. La Redención, por ser obra del Dios hecho hombre, si bien tuvo lugar en un momento de la historia, se hace presente en todo tiempo y lugar cada vez que se celebra la Sagrada Eucaristía: “Haced esto en memoria mía”.

Como aprendimos ya de niños al prepararnos para recibir por primera vez a Jesús sacramentado, por las palabras de la Consagración que pronuncia el sacerdote, el pan y el vino, aun conservando las apariencias de tales, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Con frase acuñada con esmero, decimos y creemos firmemente, que en la Sagrada Eucaristía se halla presente Cristo mismo, de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, Sangre, alma y divinidad, y al recibir la Comunión lo recibimos como alimento y bebida, y es para nosotros fuente de vida eterna.

De ahí que para recibir a Cristo en la Eucaristía debamos tener las necesarias disposiciones, siendo la primera y más importante de todas la de hallarnos en gracia, es decir, libres de pecados que rompen la amistad con Dios y privan de la vida divina. Por eso, san Pablo nos advierte muy seriamente de que quien se acerca a comulgar indignamente, es decir sin la necesaria disposición, come y bebe su propia condenación. El aviso es suficientemente claro y la gravedad del asunto tan manifiesta que no conviene de ningún modo dejarse guiar por criterios diferentes.

La conciencia de la presencia de Cristo en la Eucaristía nos ha de mover también a adorarlo, conscientes de que no se rebaja nadie al hincar sus rodillas en el suelo ante el Señor presente en la Eucaristía; ese gesto enaltece más bien.

 

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