Queridos diocesanos:
La “Carta” del pasado viernes terminaba con una invitación a formarnos en Liturgia y a dejarnos formar por la Liturgia; por una liturgia “seria y vital”, se entiende. Una liturgia bien celebrada externa e internamente, es decir, una Liturgia ejemplar desde el punto de vista ritual y que nos permita vivir una verdadera comunión con Dios (cfr. Desiderio desideravi, n. 39) y con nuestros hermanos. Esta reflexión nos permite adentrarnos en el apartado de la citada Carta Apostólica dedicado al “Arte de celebrar”
Al hablar del “arte de celebrar” parecería que se está poniendo el acento en que la celebración sea cuanto más perfecta en su realización externa, en la observancia de las normas litúrgicas, en la exacta ejecución de movimientos, signos y gestos, en el esplendor del canto, o en la calidad de las vestiduras sagradas y el ornato del templo. Pero el “arte de celebrar” que hemos de cultivar no consiste fundamentalmente en eso. De lo contrario, no podríamos evitar caer en el “exteriorismo” o en el “rubricismo”, como dice el Papa (ibídem, n. 49), olvidando que los elementos materiales, exteriores, el rito y sus normas están al servicio de una realidad superior: la del misterio pascual que se hace presente en la celebración, de manera que, mediante la participación en esta, los bautizados puedan experimentarlo en sus vidas. El “arte de celebrar” tiene que ver, sobre todo, con una auténtica participación en el misterio de la salvación que transforma nuestra vida. Como dice el Papa: “el arte de celebrar debe estar en sintonía con la acción del Espíritu” (ibídem).
Si se cuida el verdadero “arte de celebrar”, se evitan dos peligros reales en nuestras celebraciones litúrgicas: el de una celebración “formalmente” bien hecha, pero rutinaria y sin alma, y el de aquella en la que rige una creatividad sin reglas, a veces “salvaje” como dice el Papa, expresión, en el fondo, de un exagerado subjetivismo (cfr. ibídem, nn.48, 54). En uno y otro caso se olvida lo más importante: que la celebración litúrgica, especialmente la Eucarística, es “acción de Cristo-Iglesia”, cauce por el que nos alcanza la salvación de Dios, “misterio” en el que se actualiza y aplica. No tienen, pues cabida, las “celebraciones de autor”, en las que el protagonismo recae en el celebrante y su particular modo de actuar, en el coro, los lectores, el salmista o en quienes desempeñan los distintos servicios.
Por lo que se refiere al celebrante, el Papa se hace eco de los extremismos que hay que evitar: “rigidez austera o creatividad exagerada; misticismo espiritualizador o funcionalismo práctico; prisa precipitada o lentitud acentuada; descuido desaliñado o refinamiento excesivo; afabilidad sobreabundante o impasibilidad hierática” (ibídem, n. 54). Estas palabas del Papa deben movernos a los sacerdotes a un sereno, pero exigente, examen de conciencia. El “arte de celebrar” nos pide mantener viva la conciencia de ser “por misericordia, una presencia particular del resucitado” (ibídem, n. 57), de “impersonar” a Cristo, de ser el mismo Cristo a quien prestamos manos y voz, todo nuestro cuerpo. ¡Enorme dignidad y responsabilidad!
La comunidad cristiana, por su parte, debe contribuir igualmente a una digna celebración respetando los momentos de silencio, recitando al unísono las aclamaciones litúrgicas, participando con el canto, cuidando las posturas previstas en cada momento: de pie para recibir al sacerdote o escuchar el Evangelio; dignamente sentados y atentos a las lecturas bíblicas; postrados de rodillas para la adoración en el momento de la Consagración; inclinando la cabeza para recibir la bendición; acercándose a comulgar con todo respeto y con las debidas disposiciones interiores, etc.
Sacerdotes, ministros y comunidad cristiana podemos seguramente mejorar en el “arte de celebrar” los misterios divinos.
