Carta del Sr. Obispo. Noviembre, mes de la esperanza, I. “Creo en la vida eterna”

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Queridos diocesanos:

El mes de noviembre inicia con la solemnidad de Todos los Santos, en la que la Iglesia pone ante los ojos de los fieles, y aun ante los de todos los hombres, el espléndido espectáculo, plural y diverso, de la santidad de sus hijos, de manera particular la de aquellos hombres y mujeres innominados, que en su caminar terreno, han seguido de cerca los pasos de Cristo. A la solemnidad de Todos los Santos, sigue la memoria de todos los fieles difuntos, en la que la Iglesia eleva al cielo su plegaria por todos aquellos que, seguros ya de la victoria, necesitan ser purificados en el fuego del amor de Dios, para poder entrar en la vida eterna.

“Creo en la vida eterna”; así reza el último de los artículos del Credo en los que la Iglesia recoge de manera orgánica y resume en concisas fórmulas lo esencial de su fe.  El Catecismo de la Iglesia Católica denomina esta síntesis de la fe “Credo”, porque cada una de dichas fórmulas inicia con esa palabra; y se la reconoce como “profesión de fe” porque es un resumen de la fe que profesamos los cristianos (cfr. n. 187).

Para muchos de nuestros contemporáneos el concepto de una vida eterna representa una especie de sueño, un deseo profundo pero irrealizable, una ilusión que se desvanece cada vez que se la toma en serio, un proyecto ideal, perfecto, pero imposible de llevarse a cabo. Pero los hombres no renuncian del todo a la idea de la inmortalidad. Así, a veces se intercambia la inmortalidad por la de duración indefinida, prolongada en el tiempo, la pervivencia que parece eludir la condición temporal, algo sobre lo que el tiempo parece no tener poder, algo así como la fama o la memoria que se guarda de una persona, de una obra suya, de una acción cuyo valor es supra temporal. Pero, ¿qué significa esto en realidad? Podemos decir que El Quijote es una obra inmortal; o que gracias a esta obra Cervantes alcanzó la inmortalidad; pero con ello se significa sólo que se trata de una obra cuyo valor es apreciado generación tras generación, o que estamos en presencia de un escritor excepcional. Pero nadie quiere afirmar con ello que la persona de Cervantes no ha sido presa de la muerte. Por lo demás, sólo de manera figurada podemos decir que una obra humana es inmortal.

Cuando los cristianos hablamos de inmortalidad  nos referimos a otra cosa. Frente a la idea de la caducidad de todas las cosas, de su radical finitud y de su condición pasajera, la idea de la inmortalidad se alza majestuosa revistiendo de singular valor y dignidad  a la persona humana, porque inmortal, propiamente, lo es solamente la persona. Una cierta idea de la inmortalidad del hombre y de la mujer está ya presente en las religiones antiguas; podemos decir que todas las civilizaciones que nos han precedido, con los distintos testimonios de sus ritos funerarios, atestiguan una creencia, siquiera “incipiente”, “umbrátil”, en la inmortalidad, que se asemeja más a un deseo innato que a una creencia de perfiles bien definidos. Parecería más una intuición del ser humano que una verdadera creencia.

La fe o la creencia en la inmortalidad, en sentido fuerte, se va imponiendo lentamente a lo largo del tiempo y parece ser patrimonio de estadios avanzados de desarrollo del pensamiento. Para los cristianos la fe en vida eterna constituye uno de los artículos de la fe. ¡No nos disolvemos en la nada cuando cerramos los ojos a la luz de este mundo! ¡No permanecemos sólo en el recuerdo afectuoso de quienes nos han querido bien mientras vivíamos! La muerte no logra arrancarnos del todo de la vida. Según el modo corriente de hablar decimos que el alma es inmortal. La fórmula, aunque con el peligro evidente de dar lugar a confusiones dualísticas, afirma una verdad fundamental accesible a la sola razón, que es sólidamente confirmada por la fe. Ésta afirma decididamente la inmortalidad de la persona, de la criatura que llamamos hombre o mujer. El mundo griego pensó la inmortalidad de manera muy diferente a como lo hizo el cristianismo; para aquel, el hombre es un compuesto de dos substancias unidas, pero extrañas la una a la otra, de manera que solo el alma sería inmortal. Para la fe cristiana, en cambio, la inmortalidad afecta a todo el hombre en su indivisible unidad, no sólo a una parte del mismo. El futuro sin fin de los hombres se encuentra en el Dios vivo, que es a la vez, Dios de los vivos.

 

+José María Yanguas

Obispo de Cuenca

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