Queridos hermanos:
En la celebración de la fiesta de la Sagrada Familia, clausuramos con esta solemne celebración de la Eucaristía el año Jubilar. Así lo estableció el Papa Francisco en la Bula con la que anunciaba y daba inicio al año Santo, año de gracia para toda la Iglesia. Durante todo este tiempo, millones de cristianos han acudido a Roma para ganar la indulgencia jubilar atravesando la Puerta Santa. También en las Iglesias particulares, en nuestra diócesis, los fieles de Cuenca han visitado con idéntico fin algunas de las Iglesias o santuarios distribuidos por toda su geografía, y fijados como lugares oficiales de la peregrinación.
Durante este año este año hemos acudido como pueblo de Dios que peregrina en este mundo, unidos y guiados por la Cruz del Señor que abría cada peregrinación. Somos, en efecto, el pueblo sacerdotal, la nación santa de la Cruz. Ella es nuestro signo de identidad, la señal del cristiano: la Cruz en la que triunfa glorioso el amor de Dios a los hombres, que atrae con fuerza irresistible las miradas de todos aquellos que buscan la salvación. Caminando detrás de la Cruz, atravesamos humildemente la Puerta santa de la Catedral implorando el perdón de Dios, nuestra reconciliación con El y con los hermanos todos. Cruzamos la Puerta por la que es necesario pasar para formar parte del redil del Señor. Ser cristiano es entrar por esa Puerta en el Bautismo que nos hace hermanos de Cristo, hijos amadísimos de Dios, miembros de la gran familia cristiana a la que pertenecemos. Permanezcamos fielmente dentro de ella; lo haremos si vivimos, de un modo conforme a nuestra condición, en pensamientos, palabras y obras.
Este año, con la gracia de Dios hemos tomado mayor conciencia de nuestra condición de hijos pródigos que vuelven a la casa del Padre. Hemos confesado, contritos, como el hijo pródigo, haber pecado muchas veces contra Él y le hemos pedido perdón sabiendo que lo obtendríamos, pues no en vano es nuestro Padre. Por eso nuestras palabras o gestos de arrepentimiento van precedidos por la invocación: ¡Padre! Y después: ¡He pecado contra el cielo y contra ti, no soy digno de ser contado no ya entre tus hijos, pero ni siquiera entre tus siervos! Y hemos experimentado, como el pequeño de los hijos de la parábola, el abrazo fuerte, estrecho, íntimo del Padre, feliz de recuperar a su hijo.
Todos hemos cumplido el mismo gesto al atravesar la puerta santa. Todos iguales, todos necesitados de perdón, sin que nadie pueda considerarse superior a nadie; todos hijos, todos volviendo a la casa del Padre, todos envueltos en el mismo y único abrazo del Padre.
Y hemos fijado nuestros ojos en la Cruz de Cristo, experimentando que la esperanza de salvación que hemos puesto en el Crucificado, no defrauda nuestros anhelos. Y seguramente también hemos procurado en este año, de manera especial, ser esperanza para aquellos que sufren cualquier necesidad, dolencia o sujeción al pecado.
Llegamos a este final del Año jubilar como pueblo de Dios, guiados, sostenidos y salvados por la Cruz de Cristo, arrepentidos y contritos, alegres por la amistad con Dios, recuperada y fortalecida, con el deseo, que quizás debemos concretar todavía más, de ser esperanza para los que carecen de ella.
Lo hacemos en el día en que celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Jesús, María y José. Dios nuestro Señor quiso que su Hijo gozara en la tierra del calor de un hogar, de los tiernos cuidados de una madre, de los brazos fuerte de quien le hizo de padre; y aprendió en el seno de esa familia las tradiciones del pueblo elegido, y escuchó las profecías y rezó los salmos en la sinagoga junto a sus padres y los judíos de su pueblo, y aprendió el oficio de José y nos enseñó que los hogares cristianos deben ser hogares de Dios, casas de Dios, Iglesias domésticas, donde se trasmite la fe, se fomenta la esperanza en Dios en todas las circunstancias y se practica la caridad, a la escucha permanente de la exhortación del Apóstol: “Hermanos, como elegidos de Dios, revestíos de compasión entrañable, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga queja contra otro”. Sí, queridos hermanos, el matrimonio y la familia, como leía recientemente, serán fuente de felicidad si sus componentes imitan el don sincero de sí que presidió la vida de la Sagrada Familia; si luchan por mantener a toda costa la unidad de la familia; si saben perdonar; si su amor no es exclusivo y no se encierra –no se lo “aprisiona” o “encarcela”- en la propia familia, sino que se abre a todos sin exclusivismos.
Pidamos hoy al Señor que en las familias cristianas y en todas las familias de la tierra reine el amor, el don de sí, la preocupación por los demás, la unión en el dolor y el sufrimiento cuando las cosas vienen mal dadas, y que presida su existencia la alegría de estar juntos esta vida en compañía de los seres queridos. ¡Sobrellevaos, hermanos, los unos a los otros! ¡Ayudaos! Nadie es perfecto y necesitamos, todos, de la paciencia y del perdón de los demás. Que así sea.




