Homilía en la solemnidad de San Julián, Obispo. Catedral de Cuenca, 28 de Enero de 2017

Queridos hermanos:

1. Las lecturas que la Iglesia nos propone en la solemnidad de nuestro Patrono San Julián guardan relación con el título con el que lo conocemos y veneramos los fieles conquenses: “Sancte Iuliane, vere pater pauperum”, San Julián, verdadero padre de los pobres. Este título nos habla de la atención que San Julián prestó a los más desfavorecidos de su tiempo, procurando remedio a necesidades que en algunos momentos llegaron a ser extremas. Ese fue el caso de una aguda escasez de alimentos o el de la mortal epidemia que se cebó especialmente sobre los más pobres. Las intervenciones caritativas de San Julián se grabaron en la memoria de los conquenses como verdaderos milagros de Dios realizados por la intercesión de nuestro santo Patrono. Os invito a ver los cuadros costumbristas que a este respecto cubren las paredes de lo que llamamos Capilla Honda de la Catedral, actualmente Capilla del Santísimo Sacramento. Pequeños y grandes tenemos también presente la escena de San Julián, tantas veces recogida en lienzos y tablas de mayor o menor calidad, en que acompañado de su fiel Lesmes en su retiro de El Tranquilo confeccionaba sus famosos cestillos, con cuya venta proveía a las necesidades de los pobres. Tenemos buenas razones para aplicar a San Julián el título de “Padre de los pobres”.

2. El texto del profeta Isaías que acabamos de escuchar responde a unas precisas circunstancias históricas. El culto se había ido separando progresivamente de la vida del pueblo de Israel. Por un lado iban las ceremonias religiosas, las ofrendas, los sacrificios y holocaustos de animales que debían ser expresión de fe viva en Yahwéh, de obediencia y sumisión a su voluntad; y por otra la vida real de los israelitas que denotaba un corazón cada vez más apartado de Dios. Se había caído en una especie de generalizada hipocresía: a las costumbres, tradiciones y ritos religiosos, no correspondía en realidad un corazón creyente. Servían para dar una apariencia de vida religiosa, que en realidad no lograba ocultar el alejamiento personal, familiar, social, de Dios. Era manifiesto el contraste entre la vida del pueblo y sus ritos y prácticas religiosas, buenas en sí mismas, pero con demasiada frecuencia vacías del amor y obediencia a Dios que les debía dar sentido.

De ahí el grito de los profetas que llamaban a la autenticidad, a la rectitud de conciencia, siendo altavoces de Dios que pronunciaba palabras fortísimas de condenación de toda suerte de hipocresía: ¡no quiero vuestros sacrificios y holocaustos, me dan nauseas! Lo que os pido, lo que quiero de vosotros son obras de justicia, gestos de misericordia: abrir las prisiones injustas, dejar libres a los oprimidos, partir el pan con el hambriento, hospedar a los que carecen de techo, vestir al que no tiene con qué cubrirse. Entonces el Señor te llenará de sus bendiciones: “brillará tu luz en las tinieblas, tu obscuridad se volverá mediodía. El Señor te dará reposo eternamente, en el desierto saciará tu hambre, hará fuertes tus huesos, serás un huerto regado, un manantial de aguas cuya vena nunca engaña”. Sólo una vida religiosa hecha de amor a la justicia, rica en obras de misericordia, es agradable a Dios y llena de felicidad el corazón humano. Es bueno que lo consideremos serenamente, que nos preguntemos si a veces no podemos merecer la misma censura del profeta, si nuestra fe no está excesivamente encerrada en sí misma y no descuida un tanto –¡o un mucho!−la preocupación por edificar una sociedad más cristiana, más justa, más solidaria, donde el amor a Dios quede autenticado por el amor al prójimo. ¿Si no amas a tu hermano a quien ves, cómo amarás a Dios a quien no ves?

3. Vemos en la 2ª lectura que el Apóstol Pablo escribe a los fieles de Éfeso cuando se encuentra ya en prisión en Roma. Hace a los suyos unas recomendaciones que son como su testamento. A la vez, es un momento en el que el Apóstol hace las cuentas de lo que ha sido su vida y dice con un cierto sano orgullo: “Ahora os dejo en manos de Dios y de su palabra que es gracia”, les dice, “(…) A nadie le he pedido dinero, oro ni ropa. Bien sabéis que estas manos han ganado lo necesario para mí y mis compañeros. Siempre os he enseñado que es nuestro deber trabajar para socorrer a los necesitados, acordándonos de las Palabras del Señor Jesús: Más vale dar que recibir. Más dichoso es el que da que el que recibe”. Como si dijera, no me he preocupado nunca sólo de mí mismo, siempre han estado presentes, a la vez, mis compañeros y los necesitados. Es decir, no he pensado nunca sólo en mí mismo, sin que en ese pensamiento no estuviesen presentes los demás. Formidable. Vale la pena pensarlo. Yo no soy sólo yo, soy algo más que yo mismo. Los demás forman parte de mí. No puedo pensar en mismo sin pensar en ellos. ¿No es esto lo que en el fondo nos dice Jesús cuando nos da a conocer su mandamiento: Amarás a Dios con todo el corazón con toda el alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo? ¿Cómo es esto posible si el prójimo no forma parte de algún modo de mí? Sólo se hace posible cuando el “nosotros”, la comunión, supera el yo egoísta. Es lo que nos enseña la doctrina del Cuerpo Místico: formamos parte de ese cuerpo y somos miembros unidos a otros miembros (cf. 1 Cor, 12, 27). Un solo cuerpo y una sola alma. “Extiende tu caridad, dice San Agustín, al mundo entero, si es que de veras quieres amar a Cristo; porque los miembros de Cristo están desparramados por toda la tierra. Si no amas más que a una parte del Cuerpo, estás separado del Cuerpo, no estás en el Cuerpo; y si no estás en el Cuerpo, no recibes la influencia vital de la Cabeza” (In Epistolam Ioannis ad Parthos, 10, 8). No podemos ser individualistas, desentendernos de los demás, descuidarlos; el cristiano es esencialmente un ser social, miembro responsable de todo el Cuerpo. Un miembro no se entiende sin éste, sin los demás miembros.

4. El Evangelio nos enseña la verdadera sabiduría cristiana, frente a la sabiduría del pagano. En efecto, dice San mateo: los paganos se afanan por estas cosas, se preocupan hasta agobiarse: ¿qué vamos a comer o beber, o con qué nos vamos a vestir? Esas son las preocupaciones del pagano, lo que ocupa su pensamiento. En cambio, vosotros, nos dice el Señor, buscad el reino de Dios y su justicia; todo lo demás, lo demás que es necesario, aquello que es imprescindible para vivir, se os dará por añadidura.

Nadie puede tildar de insensato al Señor y pensar que lo que se propone es una utopía, falta por completo de sentido común. No; lo que hace Jesús es señalar claramente preferencias, delimitar importancias, precisar cuáles son las cosas de más valor. Se trata de saber qué es más importante: si amontonar tesoros en la tierra donde la polilla y la carcoma los roen y los ladrones los roban, o tenerlos en el cielo (las buenas obras) donde no hay peligro de que se echen a perder. Esto es lo decisivo: ¿en qué tienes que poner tu corazón, qué es lo que te debe pre-ocupar, es decir, ocupar el primer lugar en tu vida? Pensado así el razonamiento del Señor revela toda su seriedad. Está en juego la orientación fundamental de la vida, lo que la explica y le da sentido. Sabemos cuál es la de un verdadero cristiano como San Julián. Imitémosle: una fe que ve a Dios en el hermano; que nos hace conscientes de formar parte de un cuerpo y que nos dice claramente cuáles son las cosas verdaderamente necesarias.