Homilía en la Ordenación de Diácono de Juan Carlos Hernández. Tarancón, 17 de Diciembre de 2016

Queridos sacerdotes concelebrantes, querido D. José María, queridos amigos de Juan Carlos, queridos fieles todos.

Acabamos de escuchar en el Evangelio de Mateo la genealogía de Jesús. El evangelista se detiene unos momentos para ilustrarnos sobre los orígenes de Jesús. Puede llamarnos la atención, pero conocer de dónde viene es un dato fundamental para saber quién es Jesús. Cuando Pilato quiere saber quién es Jesús, le pregunta: tú, ¿de dónde vienes? La respuesta es importante. Lo es porque nos revela el origen más íntimo de Jesús, su verdadera personalidad. Jesús viene de lo alto, viene del Padre. Así lo afirma cunado se presenta como la luz del mundo. “Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero, por qué sé de dónde vengo; en cambio vosotros no sabéis de dónde vengo ni a donde voy” (Jn 8, 14). “Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba” (ibidem, 23). Así irá revelando Jesús su misterio. Es verdad que los judíos pueden decir que lo conocen, porque saben que es el hijo del carpintero, el hijo de María, y que sus hermanos, sus parientes, están entre ellos. Pero al mismo tiempo Jesús les resulta un misterio. Les desconcierta: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? (Mc 6, 2). Lo reconocen como uno de los suyos, pero no acaban de conocerlo. Se escapa a su comprensión.

Este mismo misterio de Jesús aparece en su genealogía. Ésta comienza con Abrahán: Jesús desciende del gran patriarca. Aparece desde el primer momento como el heredero de la promesa, más aún como la promesa misma, como el descendiente que da lugar a una gran descendencia: la que forman los que creen él. La genealogía encuentra otro punto fundamental en David; Jesús es el hijo de David. En Jesús se cumple la promesa hecha a David: “Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre” (2S 7, 16), por más que su reino no sea de este mundo. La tercera figura fundamental en los orígenes de Jesús es María, su Madre. Y nos habla de lo peculiar de su nacimiento. No será ya José el esposo de María quien engendre a Jesús. En efecto, el texto nos dice simplemente que José fue el esposo de María y que de ésta nació Jesús, llamado Cristo. Se nos habla aquí del nacimiento virginal de Jesús: fue concebido por obra del Espíritu Santo, por el poder de Dios. Jesús viene de Dios y nace de María. Jesús es Dios y es hombre. Este es el misterio que adoraremos en los próximos días de Navidad: Jesús es el Dios con nosotros, el Dios que ha entrado en nuestra historia y ha puesto su casa entre nosotros. Cercano, inmediato, próximo, interesado en nuestra suerte.

Querido Juan Carlos, vas a recibir el diaconado en la cercanía de la Navidad, del misterio santo de un Dios que se hace hombre para hacer a los hombres hijos de Dios. El misterio de un Dios que se hace servidor de sus hermanos los hombres. La antífona de entrada de la Misa ritual recuerda las palabras de Jn 12, 26: en la última Cena, cuando Jesús se dispone a entregar su vida por nosotros e instituye el memorial de su Pasión y Resurrección, pronuncia unas palabras programáticas para la vida de sus discípulos: “el que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor”. El diácono es un servidor, alguien que tiene como misión servir a los demás. Servir, estar disponible. No es tarea fácil, pues comporta estar habitualmente en actitud de servicio, en actitud y en acto de servicio. El que sirve no puede lamentarse de que requieran sus servicios; el que sirve no puede hacerlo a tiempo parcial, pidiendo no ser demasiado incomodado; el que sirve debe servir, valer, para ello; debe prepararse, habilitarse para el servicio, saber hacerlo. De lo contrario será un mal servidor, un servidor sólo de nombre, un servidor inútil.

En seguida prometerás solemnemente observar el celibato, la continencia por el reino de los cielos, por amor a Jesucristo, por una más plena dedicación a tus hermanos los hombres, con completa disponibilidad. El celibato es don precioso, regalo de Dios, que debes implorar cada día. Es posible cuando se tiene el corazón lleno de Dios, cuando el celo por su casa y por la salvación de los hermanos nos devora.

El Concilio Vaticano II trató del celibato propio del orden sagrado y quiso confirmar y aprobar la ley del celibato para quienes son destinados al presbiterado. Puso de relieve con fuerza que el celibato tiene carácter de don, un don que no es exigido como tal por el sacerdocio, pero que le es sumamente congruente. Su conveniencia teológica se ve en que expresa y manifiesta muy bien la misión sacerdotal. La naturaleza misma del sacerdocio cristiano, su transformación-identificación con Cristo Cabeza de la Iglesia explica la conveniencia de que el sacerdote abrace, como Cristo, una vida de perfecta continencia, de la que es prototipo y ejemplo la virginidad de Cristo sacerdote, y por la cual se refuerza la unión mística de Cristo con aquel que ha sido sacramentalmente asimilado a Él. Con la renuncia a cualquier otro amor esponsal proclamas ante los hombres que quieres dedicarte indivisamente a la misión que se te confía, a saber, desposar a los fieles con un solo varón y presentarlos a Cristo como una virgen casta. El Concilio exhortó a observar fielmente el celibato y a estimarlo como un regalo. Todos los fieles deben pedir que Dios lo conceda con abundancia a su Iglesia.

Celibato y misión apostólica guardan una estrecha relación. Jesucristo nuestro Señor quiso ser célibe; nada debía impedir o dificultar el cumplimiento de la voluntad del Padre; nada debía obstaculizar su dedicación a la misión de anunciar el Evangelio, la buena Nueva de la salvación. De ahí que se entienda bien la conveniencia de que el sacerdote renuncie por el celibato a algo bueno en sí mismo, para unirse más íntimamente a Cristo con todo el corazón. Nada debe restar plenitud a la entrega a nuestro ministerio.

Por eso se te va a hacer entrega del Evangelio, cuyo anuncio forma parte de las tareas de tu servicio. Ama la Palabra de Dios; estúdiala para conocerla profundamente y extraer de ella sus insondables riquezas; medítala para hacerla vida de tu vida y trasmitirla, viva, a los demás; déjate guiar por ella como verdadera lámpara que es para tus pasos. Que anunciarla sea una pasión en tu vida. Pido para ti el afán de almas, el celo, característica del alma sacerdotal, el deseo de que Cristo sea conocido, amado y seguido; el afán porque el amor y la verdad de Dios alcance a todos los hombres.

Los diáconos fueron creados para el servicio de la caridad, que con el ministerio de la Palabra y el de los sacramentos constituyen el servicio sacerdotal a Dios y a los hombres. A lo largo del apenas concluido Año de la Misericordia, la Iglesia ha tomado renovada conciencia de su naturaleza como instrumento de la misericordia divina. Ten siempre una consideración particular, mira con especial atención a quien sufre necesidad en el cuerpo o en el alma, a ejemplo de nuestro patrono San Julián. Que a imitación del Beato Zegrí la predicación de la Palabra de Dios vaya acompañada en tu vida por el ejercicio constante y alegre de la caridad Que María te acompañe siempre.